¿Estamos lidiando bien con el distanciamiento social?
El encierro repentino de millones en sus hogares podría tener graves efectos para la salud mental, y los científicos ya están estudiando este experimento inaudito.
La fotógrafa Camilla Ferrari se autoretrata en su cuarentena en Milán. Los psicólogos están comenzando a estudiar el impacto que este aislamiento experimental involuntario podría tener en la salud mental de las personas.
CON GRAN PARTE del mundo con obligación de quedarse en su casa en respuesta a la pandemia mundial, cientos de millones de personas están, de repente, inmersas involuntariamente en un experimento antes inimaginable.
Prácticamente de la noche a la mañana, estamos intentando dilucidar cómo seguir en contacto mientras estamos solos.
Los científicos sociales están observando alarmados, preocupados por el daño que esto podría causar en algunos de nosotros: depresión, abuso de sustancias, violencia doméstica. Según una encuesta de Kaiser Family Foundation, el cuarenta y cinco por ciento de los estadounidenses señala que el brote de coronavirus ha afectado su salud mental. El consumo de cigarrillos y alcohol ha ascendido. Así también la venta de armas.
Pero una investigación en curso en Seattle, Washington, donde vivo y donde la COVID-19 surgió por primera vez en Estados Unidos, sugiere que muchos de nosotros vamos por buen rumbo— al menos hasta ahora. El condado de King en el estado de Washington, la región de mi casa, fue uno de los primeros lugares en Estados Unidos en practicar el distanciamiento social, y los científicos ya están monitoreando a 500 personas. Los residentes se conectan a sus teléfonos y a sus equipos portátiles por la noche para responder algunas preguntas de encuesta en línea: ¿Cuánto interactuaron con otros hoy? ¿Se sienten cuidados y conectados? ¿Cuán extrovertidos han sido? ¿Cuán difícil ha sido sacar de su mente los pensamientos sobre la COVID-19?
Casi un mes de uno de los primeros proyectos de investigación social como consecuencia del brote de coronavirus en Estados Unidos “nos está contando una historia de resiliencia y adaptación”, indica Adam Kuczynski, estudiante de posgrado de la Universidad de Washington que está liderando el estudio. “En un principio, las personas tenían pensamientos no deseados y no podían sacarlos de su cabeza. Eso está disminuyendo”.
‘No me reconozco’.
Todavía no podemos decir cómo este periodo de encierro nos cambiará. Los humanos nos necesitamos unos a otros para sobrevivir. El aislamiento excesivo puede debilitar nuestro sistema inmune, aumentar la presión arterial y podría ayudar a que las células del cáncer se propaguen. Con el tiempo, la falta de contacto humano puede ser tan perjudicial como fumar.
Por supuesto, los lazos sociales no solo nos protegen. Agustín Fuentes, antropólogo de la Universidad de Notre Dame, afirma que evolucionamos para resolver problemas juntos. Nuestros ancestros crearon herramientas de piedra en equipo, y desarrollaron pegamentos y tinturas para compartir percepciones a través del arte. Conectarse es central en cuanto a lo que nos hace humanos. “Nos ayuda a mantenernos vivos”, menciona Fuentes.
Peatones caminan por las calles desiertas cerca del Public Market Center en Seattle.
Ahora, esos vínculos se están debilitando, pero de una manera que el mundo nunca antes ha visto. Este brote, desgarrador y terrible, no está ni cerca de las enfermedades más devastadoras que han azotado al mundo. No es la pandemia de la gripe española de 1918, que provocó la muerte de entre 20 y 50 millones de personas, muchas de ellas niños, justo cuando el mundo estaba saliendo de una guerra horrorosa. No es Londres en el 1600, cuando la peste bubónica se repitió por varias décadas y los agentes de policía cerraban con candado las casas de las víctimas dejando a los habitantes sanos atrapados dentro.
Estamos aislados y en cuarentena, pero, en la actualidad, tenemos Zoom y Xbox y iPhones. Vemos el mundo en paseos en bicicleta o en TikTok. Los videos de gatos son más populares que nunca, así como también la perfecta sincronización de labios para las melodías de Broadway con letras nuevas para el coronavirus. Si los amigos no pueden compartir una cena, comparten listas. Listas de libros para leer. Listas de cosas que hay que hacer antes de morir. Listas de tareas pendientes. Lo que alguna vez fueron caminatas mundanas al supermercado se convirtieron en las principales salidas sociales, aunque detrás de máscaras faciales y manteniendo la distancia.
Enfrente de mi casa, un oso de peluche rubio de 2,4 metros descansa en el porche. Es parte de un movimiento que surgió en redes sociales para ayudar a los niños encerrados a encontrar alegría. Los niños deambulan por la acera, se ríen junto a sus padres, cuentan la cantidad de peluches que hemos escondido en las escaleras de entrada y en las ventanas— una cacería de osos, si quieres verlo de esa manera.
Sin embargo, gran parte del mundo está siniestramente quieto. Trafalgar Square, St. Peter’s Square, Times Square— todo vacío, o casi vacío. La Space Needle de Seattle cerró sus puertas hace semanas.
Un hospital se erige en la cancha de fútbol cerca de Seattle donde la hija del autor iba a ir a una prueba de fútbol.
Siento esa tranquilidad en mi propia casa y me llena de incomodidad. Durante la mitad de su vida, mi hija de 11 años, obsesionada con el fútbol y cocapitana del equipo de la ciudad, con un póster de la estrella estadounidense Megan Rapinoe sobre su cama, ha jugado o practicado cuatro días a la semana. Hoy, los únicos goles que hace son en el patio contra su papá. La cancha donde iba a probarse para la próxima temporada se ha convertido en un hospital de 200 camas. Le ha tomado tiempo entender y, hace dos días y en medio de lágrimas, ha preguntado finalmente: “¿Hasta cuándo?”. No sabía cómo contestar.
La magnitud de todo este cambio puede golpearnos en cualquier momento. Mi vecina, Shannon Campe, usualmente difícil de desconcertar, se ha visto sorprendida por su propia y repentina fragilidad. Una amiga cercana perdió su trabajo en un restaurante, así como también el marido de esa amiga. Dos familias en nuestra cuadra se han puesto en cuarentena luego de haber estado en contacto con amigos o parientes enfermos. La hija de séptimo grado de Campe suplica ver a otros niños, pero Campe sabe que su prueba recién ha comenzado. El 1 de abril, abrumada, Campe se encontró llorando en la acera. “No me reconozco”, dice.
Por supuesto, algunos han mantenido la serenidad. “No estamos para nada afligidos”, afirma James Smith, retirado de 74 años, quien vive a 48 kilómetros al sur de mi casa en una hacienda en Tacoma. Su madre, de 93 años, está sola en Los Ángeles. Su hijo es paramédico. Pero Smith y su mujer no son de los que se preocupan. Miran las noticias, limpian el buzón con alcohol, pasan el rato en el jardín. Dice que está acostumbrado a que la vida sea desafiante. “Esto es algo más que tenemos que atravesar”, indica. Sin embargo, agrega: “somos felices”.
Y también lo es mi amigo Mike Lewis, presentador de noticias de radio a.m., y copropietario de un bar en Seattle que fue obligado a cerrar sus puertas hace tres semanas. Mike es de naturaleza optimista, pero también es suficientemente consciente de su propio estrés como para saber que sus oyentes también la están pasando mal. Así que alivia un poco sus ansiedades intentando ayudar a reducir las de ellos. Disfruta de la oportunidad de compartir tonterías, como el día del mes pasado cuando el acuario Shedd de Chicago dejó que los pingüinos de penacho amarillo—Edward, Annie y Wellington— caminaran por los pasillos vacíos para espiar la vida marina desde el otro lado del vidrio.
“Es como si ya no hubiera asidero”, señala Lewis.
Naturalmente, la angustia por la distancia social es normal. “Este es nuestro cuerpo que nos señala la necesidad de reconectar”, indica Julianna Holt-Lunstad, experta en psicología de la conexión humana en la Universidad Brigham Young. “Al igual que el hambre nos indica que comamos y la sed que bebamos agua, se cree que la soledad es un impulsor biológico que nos incita a reconectar”. (Por momentos, la barrera de 1,8 metros entre nosotros puede sentirse como un millón de kilómetros).
¿Pero qué pasa cuando no podemos? Los trabajadores de hospital que fueron aislados luego de la exposición al SRAS en 2003, experimentaron más insomnio, irritabilidad, agotamiento y desapego que aquellos que no lo fueron.
La mayoría estuvo en cuarentena solo por algunas semanas. A pesar de esto, sus síntomas se quedaron merodeando por años.
Monitoreando el estrés, día a día
Kuczynsky, el estudiante de posgrado de la Universidad de Washington, comenzó su encuesta el 14 de marzo— el día posterior a que el gobernador de Washington, Jay Inslee, cerrara todas las escuelas y el día anterior a que anunciara que cerraba todos los bares y los restaurantes. Trabajando con Jonathan Kanter, psicólogo del Centro para la Ciencia de la Conexión Social de la Universidad de Washington, Kuczynski se lanzó a capturar las experiencias diarias de las personas cuando los detalles todavía estaban frescos, antes de que se durmieran. Así que, todos los días, a las 7:30 p.m., sus sujetos de estudio comenzaban a responder, al menos, 27 preguntas, a veces más. La encuesta se hace en aproximadamente tres minutos. Y planean continuarla, por lo menos, por 75 días.
Kanter, experto en socialización y bienestar, estaba preocupado. Para aquellos que viven solos o que poseen alguna enfermedad mental, como los desórdenes obsesivos-compulsivos, es posible que la distancia social saque lo peor. Ya está escuchando bastante de parte de sus colegas. “La mayoría de nosotros saldremos airosos”, menciona.
“Pero hay grupos de personas que son más vulnerables y no tienen redes de contención”.
Luego de escuchar que las personas estaban poniendo arcoíris en sus ventanas para que los niños los encontraran al salir a pasear, la fotógrafa pintó algunos en la ventana de su departamento en Brooklyn, N.Y.
Los primeros resultados los han sorprendido a los dos. En general, las personas parecen estar lidiando bien con la situación. Expresaron solidaridad y una sensación de que se sentían cuidados, incluso a medida que se obsesionaron con el virus. Kanter sospecha que la naturaleza casi universal de la difícil situación ayuda.
“Aunque casi todas las noticias son malas, hay algo sobre todos nosotros enfrentando esta situación al mismo tiempo que creo impide que las personas se desmoronen”, señala.
Con el tiempo, la ansiedad comenzó a nivelarse, como así también los conflictos interpersonales. Cada día, las personas pensaron menos en el virus. Ejercitaron más. “Puede ser que nos estemos acostumbrando a esto”, reflexiona Kuczynski. Pero luego el estrés volvió a subir el día en el que el gobernador de Washington extendió la obligación estatal de quedarse en casa hasta principios de mayo.
Sin embargo, pese a todo y a pesar de la tendencia generalmente positiva, una significativa minoría ha estado sufriendo ansiedad debilitante y picos de tristeza. “Preguntamos ‘¿Cuán solo te sientes en una escala de 0 a 10?’”, dijo Kanter. A principios de abril, el promedio estaba solo alrededor del 3. Pero, todos los días, hay personas que responden 0 y otras 10.
A Kanter esto lo angustiaba. Su interés inicial en esta investigación era modesto. Esperaba identificar a quién le iba bien, quién luchaba contra la situación y averiguar el porqué.
Hoy, su horizonte ha cambiado. La semana pasada, comenzó un nuevo proyecto diseñado, en parte, para aprender si había alguna manera de aliviar dicho sufrimiento. Planea llevar a cabo una encuesta similar a nivel nacional durante cuatro semanas, pero, esta vez, en las semanas dos y tres, la mitad de los participantes recibirán un mensaje de texto diario con consejos basados en pruebas sobre bienestar.
Algunos serán sencillos— como ejercicios de respiración, sugerencias para expresar gratitud o comunicarse con amigos. Otras respuestas requerirán mayor participación y ofrecerán enlaces a páginas web con información más detallada. En algunos casos, hasta instará a las personas a que se asocien a otras para contestar una serie estándar de 36 preguntas diseñadas para acercar a las personas comenzando con: “Teniendo la posibilidad de elegir a cualquiera, ¿con quién querrías compartir una cena?”.
“Para muchas personas, sus interacciones y conexiones sociales normales han sido alteradas, y la soledad y la desconexión social son una preocupación, además de una realidad”, explica Kanter. “Esperamos reconectar a las personas con los pasos de baile básicos de las relaciones y las conexiones de hoy”.