El secreto de la nebulosa: Capítulo 1
—¡CRUZ!
Su nombre flotó con facilidad hacia él a través del agua. Cruz volteó para ver a su papá haciéndole señas con la manodesde la playa. No podía ser hora de irse, ¿o sí? Con las olas cálidas hasta las rodillas, Cruz levantó un brazo. Extendió sus dedos para pedir (rogar) que lo dejara cinco minutos más.
—Por favor —susurró en la brisa del atardecer.
Dentro de unas tres horas, estaría saliendo rumbo a Explorer Academy. Era un viaje largo desde Kauai hasta Washington, D.C. (7 857 kilómetros, para ser exactos). Cruz tenía miedo. ¿Y si no hacía amigos? ¿Y si no podía manejar el entrenamiento? ¿Y si decepcionaba a su familia, sus amigos, sus maestros y todos los que esperaban que él fuera algo que ni siquiera él estaba seguro de que podría llegar a ser?
Su padre levantó los pulgares en señal de aprobación.
«¡Sí!».
Cruz apartó todos los «y sí…» de su mente y enfrentó el atardecer color mandarina de la bahía de Hanalei. Pensaría en todo eso más tarde. Puso el abdomen sobre la tabla de surf y empezó a mover sus brazos como remolino entre las tibias aguas color verde turquesa, como lo había hecho miles de veces. Había surfeado siempre, desde que tenía memoria.
Su papá le decía en broma que pasaba más tiempo en el agua que fuera de ella, algo que quizás era verdad. Cruz adoraba el
movimiento majestuoso de las olas. El agua era constante y confiable. Reconfortante.
Mientras se acercaba al lugar donde rompían las olas, Cruz apretó su tabla de surf por los lados. Hundió la nariz bajo el agua con un suave clavado de pato y el oleaje pasó por encima de él. Al salir a la superficie, remó un poco más lejos y dio un giro de cuarenta y cinco grados que lo dejó en posición paralela a la playa. Mientras se alineaba con el extremo del largo muelle, se impulsó hacia arriba y quedó sentado en su tabla, con las piernas colgando de cada lado. Le gustaba la zona de despegue. Era «la calma antes del viaje», como le gustaba decir a Lani. Mientras se balanceaba así, no pensaba en nada más. Ya había tomado una decisión. Durante su último día en casa, Cruz no quería pensar. Quería sentir. Quería absorber cada sensación. Y recordar.
A su izquierda, más allá de la ensenada en forma de media luna, se levantaban los picos color esmeralda de las montañas en la orilla del norte. Bajo la luz que se atenuaba, era fácil distinguir las cascadas blancas que se derramaban por los pliegues de las colinas. Cruz distinguió a lo lejos a su papá, que atravesaba a pie el estacionamiento (vaya, probablemente todos los barcos a 30 kilómetros de la orilla podían ver esa camisa loca y brillante, con adornos amarillos y azules en zigzag). Su padre debía dirigirse de nuevo a Goofy Foot, su tienda de artículos de surf, para cerrar esa noche. Cruz volteó a la derecha, hacia el atardecer anaranjado profundo. Era como si la órbita brillante hubiera desenrollado para él una alfombra
de luz a través del océano, tan sólo para decir adiós. Estaba
seguro de que extrañaría este lugar.
«No tienes que ir, ¿sabes?», le había dicho Lani la última primavera, cuando él le dijo que lo habían aceptado en la Academia. Sus palabras le dolieron. Lani era su mejor amiga, la que siempre encontraba el lado positivo de las cosas. No podía culparla. Ambos hicieron la solicitud para ingresar en la escuela, pero sólo aceptaron a Cruz, algo que fue una conmoción. Había pensado que la elegida sería Lani y no él: ella era mucho más inteligente y creativa. Pero entonces llegó la carta certificada para él. Era impresionante, con su papel pergamino y su reluciente sello dorado.
La tía de Cruz, Marisol, quien enseñaba Antropología en la Academia, dijo que sólo aceptaban a unos veinticinco estudiantes de todo el mundo por generación. Era todo un logro ser admitido. Aun así, Cruz se preguntaba si lo merecía. Era probable que su tía hubiera usado sus influencias para que lo aceptaran. O tal vez se lo habían ofrecido movidos por la culpa. La mamá de Cruz también había trabajado alguna vez en la Sociedad, como neurocientífica en la rama de Investigación de Síntesis. Siete años antes, se produjo un accidente en su laboratorio que le costó la vida. Otro científico de la Síntesis,
el doctor Elistair Fallowfeld, también había muerto en la tragedia. Eso fue todo lo que dijeron a Cruz y a su familia. Eso, y que su madre había estado en el ¿ lugar equivocado en el momento equivocado. Cruz odiaba esa frase. ¿Acaso no todos los que morían en un accidente estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado?
«Pensaba que el plan era que fuéramos a la Academia juntos», le había dicho Lani a Cruz.
«Claro, pero tía Marisol cree…».
«Por supuesto que tu tía quiere que vayas ahora. Ella va
a estar ahí. ¿Tú qué crees?».
Lani quería escucharlo decir que pediría a la escuela un plazo de un año más. Eso le daría a Lani otra oportunidad de solicitar su ingreso. Él no estaba seguro de que fuera una buena idea. Cruz temía que si no iba este año nunca volverían a invitarlo. También había algo más. Un presentimiento. No, era más que eso. No podía explicarlo; sólo sabía que tenía que hacerle caso.
«Creo que…», había perdido el aliento. «Creo que quiero ir ahora».
Lani había levantado las manos.
«Está bien, entonces. Bueno. Ve».
«No te enojes. Aún podremos vernos cada que queramos, aunque vaya a bordo del Orión».
Ella elevó una ceja con expresión de sospecha.
«Por supuesto. Como si realmente fueras a llamarme desde el barco de los exploradores a medio mundo de distancia».
«¿Por qué no? Tendré a Mell».
«¿Te dejarán llevar tu mva?».
Mell era el dron de Cruz con forma de abejita, un micro vehículo aéreo (mva) apenas más grande que su pulgar. Su padre se lo había regalado el año anterior, después de que Cruz se torciera la rodilla, para que aún pudiera «ver las olas, aunque no pudiera sentirlas». Resultó que sólo se perdió unos días de surf.
«Ajá», Cruz le había lanzado una sonrisita. «¿Ves?, no estará tan mal. Puedo darte un adelanto de cómo será para que cuando llegues el año próximo estés preparada. Todo lo que debemos hacer es imaginar que tú estás en tu cuarto y yo en el mío, en lugar de…».
«A medio mundo de distancia», había dicho ella, con melancolía, pero estaba enredándose el pelo: una señal de rendición.
«Vamos, Lani», le había suplicado él. «Necesito tu apoyo».
«Está bien, está bien, pero es mejor que te mantengas en contacto o te juro que iré tras de ti hasta el Polo Norte, si tengo que hacerlo».
Ella no bromeaba. Si Cruz había aprendido algo era que cuando Leilani Kealoha decía que haría algo, lo decía en serio.
«Por supuesto», había dicho él. «Será tan fácil como comerse a escondidas un dulce de guayaba de papá».
Ella había doblado sus brazos.
«Sabes que odio el dulce de guayaba».
Chicas.
¡Ahí! Cruz reconoció su ola. Bajó el pecho y puso su cuerpo contra la tabla. Conforme el oleaje crecía detrás, Cruz se dio vuelta hacia la orilla y movió los brazos con fuerza. Sus brazadas eran fuertes y decididas. La sincronización era la clave. Si se levantaba demasiado pronto, no alcanzaría la cresta. Si lo hacía demasiado tarde, las olas lo barrerían. Cruz sintió cómo la ola crecía detrás de él.
«Ya casi es momento. Tan sólo… unos… segundos… más…».
Cuando sintió que la cola de su tabla empezaba a levantarse, Cruz arqueó la espalda, se empujó con las manos y plantó sus pies en ella: el derecho enfrente y el izquierdo atrás, en una posición boba de los pies. Casi todos los diestros surfean con la pierna izquierda al frente, pero Cruz no. Se agachó lentamente. En el momento en que la ola rompió debajo suyo, soltó la tabla y se levantó, con los brazos extendidos para equilibrarse. Cruz sintió el familiar deslizamiento suave del éxito. ¡Había tomado la cresta a la perfección!
—¡Yuju! —gritó e inclinó la tabla hacia dentro. El rocío bañó su rostro mientras trazaba una «S» a través del rizo del agua. Cruz desplazó su peso, primero a la izquierda, luego a la derecha y nuevamente a la izquierda para recorrer las olas lo más rápido y lejos posible. El surf lo hacía sentir poderoso. Libre. ¡Invencible! Si tan sólo la sensación durara más que un comercial de televisión. Cruz montó la ola hacia la playa, hasta que se disipó y se convirtió en espuma. Cuando estiró el brazo para quitar la correa de velcro que unía su tobillo con la tabla, su mano titubeó. No habían pasado cinco minutos, ¿o sí?
«Tal vez una más…».
Se dirigió de nuevo a la espuma, echó su tabla sobre el agua, saltó en ella y remó más allá de donde rompían las olas. Como antes, se levantó para sentarse en la tabla. Estaba levantando el pie izquierdo para revisar nuevamente la correa del tobillo cuando sintió algo en el talón derecho. No fue un rozón, como si pasara un pez o una tortuga. Fue un buen jalón. Y tan sólo podía significar una cosa: ¡tiburón! Trató de deslizarse a la izquierda de su tabla para alejarse del tiburón, pero había apretado su tobillo. Estaba arrastrándolo hacia abajo, lejos de la superficie.
«¡No entres en pánico! ¡patea!».
Se aferró a la tabla de surf (lo único que podría mantenerlo a flote) y pateó con todas sus fuerzas. Si lograba darse vuelta, podría usar la tabla para golpear al tiburón en la nariz y soltarse. Mientras se debatía, un millón de ideas pasaron por su cabeza.
«¡Estúpido! Los tiburones se alimentan al anochecer. Debiste irte cuando papá te llamó. No puedes ahogarte. ¡Estúpido!».
Estaba tragando agua. No podía respirar.
«No. ¡No! ¡no!».
Las palabras golpeaban al ritmo de su corazón.
No moriría de esta manera.
Mientras sus pulmones ardían y su energía decaía, se retorció en un último intento por dar un golpe. Arremetió con fuerza y su puño golpeó algo liso y duro. A su alrededor surgieron burbujas. Vio una serpiente amarilla. ¡No! Un tubo. No era un tiburón. ¡Era una persona! Su golpe había separado la manguera de aire del tanque del buzo. Cruz sintió un dolor agudo en el tobillo y entonces, de pronto, ¡quedó libre! A través de las burbujas, logró ver un par de aletas agitándose
con rapidez. El buzo estaba alejándose.
Con el pecho a punto de explotar, Cruz braceó para alcanzar la superficie. Empujó los brazos hacia arriba a través del agua, arriba y afuera, arriba y afuera. Siguió moviendo los pies, pataleando, pataleando, hasta que finalmente llegó a la superficie. Cruz inhaló la mayor cantidad posible de aire que sus pulmones pudieron contener. Mientras pataleaba, se volteó; sus ojos pasaban rápidamente del muelle a la playa, al horizonte y de regreso. Miró varias veces, pero no había nadie cerca.
«Tómalo con calma. Estás bien. Ya se fue. Estás bien».
Cruz movió el brazo hacia atrás, buscando a tientas su tabla de surf, todavía atada a su pierna. Trató de deslizarla bajo su cuerpo, pero temblaba tanto que necesitó varios intentos para lograr lo que solía hacer de manera natural. Apretó la tabla y dejó que la marea lo llevara hasta que pudo pisar el fondo, mientras miraba todo el tiempo por encima de su hombro. Todavía jadeante, Cruz pasó por encima de la tabla y cayó en la arena húmeda. ¡Nunca se había sentido tan feliz de regresar a tierra! Permaneció tendido de espaldas varios minutos, concentrado en su respiración. Sentía comezón en las manos, tenía la garganta seca y el tobillo derecho le punzaba. Pero estaba vivo.
Mientras levantaba la vista al cielo de color violeta profundo, a las primeras estrellas parpadeantes de la noche, una pregunta seguía recorriendo su cerebro: «¿Por qué?».