La espectacular historia de un circo varado y su partida de Honduras
Décadas de verdaderas proezas no pudieron preparar al Circo Hermanos Segovia para su obstáculo más desafiante: la cuarentena por el coronavirus.
Durante cuatro meses, Lilian Segovia y el resto del Circo Hermanos Segovia vivió entre los restos de su tienda de giras en Tegucigalpa, Honduras. Atrapados por la cuarentena y desesperados por regresar a Guatemala, los intérpretes bailaban y pedían dinero en los semáforos. Con lo recaudado, Lilian se dirige al mercado usando un tapabocas.
Nota del editor: Este trabajo fue apoyado, en parte, por el Fondo de Emergencia para Periodistas por COVID-19 de National Geographic Society.
Eduardo Segovia estaba comiendo en un restaurante en un pequeño pueblo costero de Guatemala cuando se encontró con Telma Nineth Segura Coronada. Pensó que se movía como un ángel. Se lo dijo, y la invitó a abandonar su trabajo de camarera y unirse a su espectáculo itinerante, el Circo Hermanos Segovia. En ese instante, Telma supo que era su destino. Solo tenía 18 años ese día a finales de la década de 1980, pero esperaba más de su vida que trabajar y morir en Puerto San José. Sus padres no estaban tan seguros. Pero se marchó de todos modos.
Telma se convirtió en bailarina, arrancaba tanto gritos ahogados como risas en la pista debajo de la carpa principal. Dio a luz a una niña, Lilian, que creció para ser una bailarina de hula hula y se convirtió en madre de un niño. Pasaron tres décadas del día en que conoció a Eduardo, cuyo hijo, Alejandro Segovia es, hoy, el líder del circo. Telma se retiró de los escenarios para vender concesiones y jamás se arrepintió de haber dejado su hogar.
“Creo que existe eso que se denomina sangre de circo. Tienes que ser indomable; tienes que anhelar tu libertad”, indica Telma. “Y el circo es eso: libertad”.
Los intérpretes conforman un variado grupo que vive en pequeños habitáculos en los remolques del circo. Algunos, como la madre de Lilian, Telma Segura, se unieron al espectáculo cuando el circo llegó a los pueblos donde vivían. Todos cambiaron sus pequeños pueblos, relaciones y trabajos por el estilo de vida de circo.
Telma, izquierda, parada junto a su hijo, David, su hija, Lilian y su nieto, Gabriel, en los alrededores del circo. Las tres generaciones de intérpretes ubican su linaje de circo al día, a finales de la década de 1980, cuando Telma, por ese entonces camarera que ansiaba dejar su pequeño pueblo, conoció a Eduardo Segovia.
Sin embargo, en la pandemia por coronavirus, el circo se convirtió en una prisión. Durante cuatro meses, Telma y el elenco de 32 personas estuvieron atrapados en Tegucigalpa, la capital de Honduras, a unas seis horas de distancia en automóvil por cordilleras de la frontera con Guatemala, donde viven. Sin la posibilidad de reunir multitudes, recortada la inversión y quedándose sin comida, no sabían si alguna vez iban a regresar a casa. Y si lo hacían, ¿sobreviviría el circo y el legado de 136 años de la familia de Alejandro?
La gran gira comienza
En septiembre del año pasado, el elenco anticipó ansiosamente el comienzo de su gira de un año por cinco países de América Central con su nuevo espectáculo “Circo Extremo”. Dichos viajes internacionales dan buenas ganancias. La comitiva de cuatro camiones, una flota de remolques y camionetas más pequeñas, junto a los intérpretes y el personal partieron hacia Nicaragua, donde estuvieron de gira durante dos meses.
En su siguiente parada, Costa Rica, les incautaron un camión del circo y la casa rodante de Alejandro porque no poseían los permisos correspondientes. Sin dinero ni tiempo para emprender una batalla legal, Alejandro y el elenco partieron hacia Honduras con la intención de regresar más adelante.
Para ese entonces, ya habían escuchado las noticias sobre el coronavirus, pero China parecía otro mundo. Cuando llegaron a Tegucigalpa, el 6 de marzo, montaron la carpa roja y amarilla en un campo frondoso, colgaron el cartel “Segovia” con caracteres gruesos sobre la carpa, y rodearon el lugar con los remolques y los camiones color rojo brillante.
Lilian limpia los platos en la cocina improvisada al lado de donde viven. Los artistas vendieron sus pertenencias, como teléfonos y minineveras, para comprar comida y agua.
Los circos itinerantes son muy populares en América Central. Ofrecen diversión para toda la familia y, también, en las ciudades marginadas de Honduras, un bienvenido alivio al estrés por las altas tasas de desocupación, la agotadora desigualdad y la inestabilidad política que desgasta a todo ciudadano.
Los disfraces, escenarios e interpretaciones del Circo Hermanos Segovia son de mejor calidad que la de los otros espectáculos itinerantes de la región. La noche inaugural, el aire es siempre ecléctico. Los invitados llenan la carpa principal, sus caras iluminadas por los brillantes reflectores. En el detrás de escena, los intérpretes les dan los toques finales a sus disfraces hasta que el presentador grita, “¡Cinco minutos para subir a escena!”.
La audiencia observa una acrobacia tras otra, todas desafiando a la muerte: saltos en trapecio, vueltas arriba de una motocicleta, trucos de equilibrio. “Por un día, somos la gran noticia del pueblo”, dice Telma, “y eso se siente lindo”.
Leticia Nájera vuela encima del escenario, suspendida solo de sus dientes. Solo algunos pocos intérpretes del circo moderno siguen haciendo este truco, conocido como Mandíbula de hierro, dado su dificultad y peligros. Leticia, que creció en el circo de sus abuelos, lo ha hecho desde los 12.
Lilian es una bailarina de hula hula que sueña con hacer el truco de forzudo. Su hijo también actúa en el circo, es payaso. “Quiero mostrarle al mundo lo fuerte que soy”, dice. “Pero con mi toque único y femenino”.”
Pero no en marzo. Solo un cuarto de los asientos estaban ocupado en la primera función. Después de dos funciones más, se dieron cuenta de que nadie iba a ir. Cuando las autoridades le dijeron a Alejandro que tenía que cerrar antes de la tercera función, comenzó el gran final. La carpa principal estaba casi vacía. El 15 de marzo, el gobierno declaró a Honduras en cuarentena. Desde ese momento, Honduras ha tenido más de 35.000 casos de COVID-19, entre ellos, el propio presidente, Juan Orlando Hernández. (Salió del hospital a principios de julio).
Al principio, el elenco pensó que la cuarentena sería una pausa de dos semanas, casi como unas vacaciones. Pero se extendió. La quietud era inquietante. El circo “es hogar de marginados y fugitivos”, señala Alejandro. Es la mayor cantidad de tiempo que muchos de ellos han estado en un lugar por años. En sus remolques alrededor de la carpa principal, se refieren a los que no son de circo como personas “que se quedan en casa”. De repente, ellos también eran personas que se quedaban en casa.
Los inversores del circo, que se suponía afrontarían los gastos de alojamiento y comidas, dejaron de contestar los teléfonos. El elenco se quedó sin comida y suministros casi inmediatamente. No había dinero para volver a casa. A principios de abril, los niños se quejaban del hambre. Como se quedaron sin agua potable, lavaron los platos en charcos. Telma vendió su teléfono, sus moldes para tortas, su mininevera. Otros siguieron sus pasos. Usaron el dinero para comprar comida y barriles de agua. Todos coincidieron en que abril fue la peor experiencia en su vida de circo. Paso a conocerse como “el mes malo”.
Varados después de 136 años en ruta
El padre de Alejandro fundó el Circo Hermanos Segovia en 1987, pero su sangre de circo corre mucho más profundo. Su familia ha estado en el rubro desde 1884, cuando un empresario mexicano llamado Ignacio Navarro fundó el primer circo moderno de Guatemala. En su infancia, Alejandro aprendió cada aspecto de las interpretaciones y producción del circo. Se entrenó como acróbata, intérprete de trucos en motocicleta, mago. Podía hacer todo. Pero nunca se había enfrentado a una pandemia mundial.
Tenía que llevar a su circo a la frontera lo antes posible. Su licencia como propietario de un negocio que opera en el extranjero se vencía en julio, luego de ese mes, tenía que pagar para importar todo de nuevo a Guatemala. Y su esposa, Vany López, iba a dar a luz a finales de julio. Si el bebé nacía fuera de Guatemala, no tendría la ciudadanía y era posible que no lo dejaran entrar al país. Al borde del colapso, Alejandro solicitó ayuda a la embajada de Guatemala y a la Cámara de Comercio de Honduras. Tocó todas las puertas de quienes le debían algún favor. Visitó todos los circos locales en busca de consejos. Dormía entre tres y cuatro horas por día. Lloraba, pero solo en privado.
Cuando la moral y el dinero tocaron fondo, a Alejandro se le ocurrió un plan. Envió a los intérpretes a la calle. Cuando los conductores regresaban a sus hogares a las 5 p.m. por el toque de queda, las mujeres hacían sus rutinas de baile con música muy alta. Los motociclistas hacían vueltas de 360° dentro de una caja gigante conocida como el círculo de la muerte. Cuando las temperaturas pasaban los 43° Celsius, sostenían letreros y jarras de donación, y pedían ayuda. Telma era una gran vendedora, pero nunca antes había tenido que pedir dinero. Se sentía avergonzada.
Funcionó. Los transeúntes les llevaron donaciones de arroz, frijoles, harina, aceite y sopa. Las iglesias instalaron tanques de agua, y repartieron máscaras y desinfectante de manos. “La gente de Honduras no dejó que nos muriéramos de hambre”, cuenta Alejandro.
Una vez agotada la multitud de la hora pico, viajaban a los vecindarios más ricos de la ciudad. Con su vozarrón, Alejandro les contaba la historia del circo y cómo se habían quedado varados, luego comenzaban los trucos y los bailes. Cada día, agregaba $50, tal vez $75 dólares, al fondo para escapar. No estaba ni cerca de regresarlos a Guatemala.
En una concurrida intersección de Tegucigalpa, Lilian acepta una donación de los automóviles que pasan. Después de quedarse sin comida y suministros, los intérpretes llevaron sus actuaciones a las calles. Muchos de ellos nunca antes habían tenido que mendigar y se sentían avergonzados. Pero los hondureños respondieron cálidamente con donaciones de comida, agua y sopa.
Alejandro Segovia, dueño y maestro de ceremonias del Circo Hermanos Segovia, distribuye las donaciones entre los intérpretes y el personal. Alejandro temía que la cuarentena marcara el final del circo de su familia. Sería una pérdida enorme para su herencia, dijo. “Conocer el circo es conocer la humanidad”.
Alejandro sabía que tenía que elegir entre salvar el circo físico o la gente que vivía de él. Así que comenzó a vender Hermanos Segovia. Devolvió tres camiones alquilados y vendió el único que tenía. Muy pronto, la única cosa que le quedaba era un generador que su padre había comprado en la década de 1980. Alejandro recordó que, en ese momento, no podían pagarlo, pero Eduardo le dijo que, a veces, hay que tomar riesgos para ser exitoso. Eduardo murió hace tres años y Alejandro se negó a venderlo. Ya había perdido demasiado; los intérpretes se maravillaban de que todavía no hubiese perdido la cabeza.
No era suficiente. A Alejandro le preocupaba que este fuera el final del Circo Hermanos Segovia. Cuando un miembro del circo muere, su féretro se pone en el centro del escenario. El elenco se reúne en una ceremonia en la carpa principal, y el maestro de ceremonias dice unas palabras. Al día siguiente, el espectáculo se hace como es habitual. Pero, ¿qué pasa si es el circo el que muere?
“Si el virus mata al circo”, explica Alejandro, “la humanidad perdería uno de los espectáculos más antiguos de nuestra historia. Los egipcios tenían circos, y hasta los mayas hacían acrobacias como hacen hoy. El circo cuenta historias, y es lo que las personas han hecho siempre”.
Para muchos de los intérpretes, es imposible imaginar no vivir en el circo. Los atrae la transitoriedad. Una ciudad distinta todas las semanas, un país distinto al mes. Siempre moviéndose.
Al crecer en el circo, la hija de Telma, Lilian Segovia (su padre es el hermano de Alejandro) no conoce otra vida. “Lo normal y lo mundano nunca llamaron mi atención”, señala. “La aventura y los viajes siempre han estado en mi corazón. El circo fue siempre mi destino”. Trabajó arduamente para ganarse su lugar como bailarina de hula hula, perfeccionando su fuerza para lo que siempre quiso: la interpretación de forzudo. Su hijo, un niño de seis años que todos llaman Gabo, ha comenzado a actuar con ella como payaso.
Si el circo cierra permanentemente, Lilian y Telma tendrían que buscar empleos regulares. A Telma le dio escalofríos pensarlo. Un horario, el traslado, una vida sedentaria. Sin “¡Cinco minutos para subir a escena!” para llenarla de ilusión.
Pero no a todos les da tristeza pensar en una transición para convertirse en una persona que se queda en casa. La actuación de Leticia Elizabeth Nájera Morales tiene muchos nombres: la Mandíbula de hierro, el Baile dental aéreo, la Mujer mariposa. Sube por los aires tomada de un aro con solo sus dientes, y gira y da vueltas. Sus dientes sostienen todo el peso de su cuerpo.
Es un arte circense que ya muy pocos realizan. Leticia la aprendió a los 12 en el circo de sus abuelos. En 11 años, ha tenido situaciones en las que casi muere: una vez una polea la dejó caer del aire, y casi se rompe la pierna a la mitad. Es usual que los intérpretes como ella pierdan sus dientes. Está muy orgullosa de lo que puede hacer, pero también está exhausta de la vida itinerante. Sueña con convertirse en una madre que se queda en casa. Su familia se mudó tanto que nunca pudo terminar la escuela. No quiere lo mismo para su hijo de cuatro años, Dylan.
Un salvador impensado
Finalmente, el domingo 12 de julio, Alejandro decidió que habían recaudado lo suficiente como para empezar a moverse hacia la frontera. Era imposible predecir qué los esperaba— había rumores de multas, sobornos, controles sanitarios y filas que duraban días. El amigo de Alejandro le prestó un camión para trasladar a la frontera de a un contenedor por vez. Desarmaron la carpa y embalaron el equipo remanente. El resto del circo esperaba en el borde de Tegucigalpa, donde todavía podían recaudar algo de dinero o recibir una transferencia de Western Union.
A mediados de julio, gracias a la intervención del presidente guatemalteco, el circo comenzó a embalar. Desarmaron la carpa, sin haber albergado un espectáculo en cuatro meses. El resto fue embalado en contenedores de transporte y los trasladaron con un camión alquilado hacia la frontera a la espera del control aduanero.
Luego de pasar años montando y desmontando el circo en un nuevo pueblo cada varias semanas, el equipo lo hizo en 12 horas. “No solo trabajas en el circo”, dijo un técnico mexicano mientras desarmaba la carpa, “es todo un estilo de vida”.
Allí fue cuando el aprieto en el que se encontraban llegó a los oídos del presidente guatemalteco Alejandro Giammattei.
Giammattei estaba manejando en un boulevard de la Ciudad de Guatemala cuando vio al elenco de un circo mendigar. Decidió hacer algo. A finales de junio, el presidente convocó a un grupo de propietarios de circo para averiguar cómo estaban lidiando con los efectos económicos de la cuarentena. En la reunión se encontraba el suegro de Alejandro, Francisco López, también conocido como el payaso “Cepillín” y descendiente de otra familia circense. López le dio una carta al presidente en la que se le explicaba la difícil situación del Circo Hermanos Segovia.
Poco después, Alejandro recibió una llamada sorpresa por FaceTime. Era el presidente. Giammattei le ofreció cupones de combustible para sus viajes desde Tegucigalpa a la frontera con Guatemala. Públicamente, anunció un subsidio mensual a los empleados de circo de alrededor de $130 dólares estadounidenses por mes hasta que los circos puedan regresar, así como también un programa de préstamos con bajas tasas de interés para ayudar a los propietarios a reconstruir.
Alejandro llevó a la frontera todos los contenedores que pudo costear, y luego, a finales de julio, cruzó hacia Guatemala con su esposa y sus cuatro hijas. El alivio fue abrumador. Una vez en casa, se encontró con el ministro de cultura y deportes, quien le proporcionó fondos para regresar a Guatemala tanto la infraestructura como los miembros del elenco guatemaltecos.
Una vez embalada la carpa, la única cosa que quedaba era una cocina improvisada donde cocinaron por cuatro meses. Antes de partir hacia la frontera, las familias de Lilian y Leticia organizaron una pequeña fiesta de despedida en el lugar vacío donde estaba el circo.
A primera hora de la mañana del 23 de julio, Alejandro dejó a su esposa en el hospital de la Ciudad de Guatemala y manejó a la frontera para darle la bienvenida a su circo. Una fila de cuatro camiones que transportaban contenedores rojos brillantes con el logo de los Segovia pasó por el paso fronterizo azul y blanco. Lo lograron con una semana de anticipación antes de que su licencia se venciera. Junto a los camiones, llegaron 10 miembros del circo que se unieron a los 8 que ya habían regresado con Alejandro la semana anterior. Diez más quedaron en Tegucigalpa ya que no pudieron ingresar a Guatemala en cuarentena con pasaportes extranjeros.
El circo permanece cerrado indefinidamente. Pondrán los contenedores en una pequeña porción de tierra en la Ciudad de Guatemala, donde los intérpretes podrán vivir.
Como hicieron en Tegucigalpa, llevaran sus talentos a las calles para ganarse su sustento. En los semáforos, Alejandro hará malabares y se desempeñará como payaso mientras que sus hijas actuarán. Harán esto hasta que tenga el dinero suficiente para volver a comprar todo lo que vendió en Honduras.
Mientras los camiones llegaban a Guatemala, Vany, la esposa de Alejandro, dio a luz a una niña. Rápidamente, la envolvieron en una manta de felpa cubierta de estrellas y le pusieron un gorro rosa en su cabeza. La llamaron Aleangela. Alejandro dice que será “la nueva estrella del Circo Hermanos Segovia”.