Estas familias migraron al norte buscando una vida más segura, y hoy se enfrentan al coronavirus
Tras huir de la violencia en Honduras, tres familias migrantes enfrentan el desempleo, las enfermedades y la incertidumbre que provocó la COVID-19.
Después de dos meses de viajar en trenes, autobuses y a pie, Moisés Cubas se encuentra en la frontera entre Estados Unidos y México, un poco más delgado, con la piel quemada por el sol y cansado. Cubas es uno de los tantos migrantes que abandonaron Honduras en 2019. Ahora, espera que le den asilo en Baja California, el tercer estado con más casos de coronavirus en México.
Una multitud de padres jóvenes que huyen de su tierra natal cargando a su hijo sobre las espaldas; una madre embarazada que deja a su pareja en la frontera; una familia que depende de una red de parientes para sobrevivir en el corazón de los Estados Unidos. Estos viajes angustiosos y dispares tienen un mismo origen: las caravanas migrantes.
A partir de finales de 2018, miles de centroamericanos comenzaron a partir en caravanas en dirección norte, decididos a llegar a la frontera de Estados Unidos vía Guatemala y México. Huían de las angustiantes condiciones del hogar, y esperaban que las caravanas multitudinarias aportaran un contexto de seguridad y protección que los alejara del acecho de pandillas y traficantes. Estos viajes continuaron hasta que, en enero de 2020, el gobierno mexicano desplegó fuerzas de seguridad en la frontera con Guatemala para frenar el avance de los migrantes.
La migración en Honduras había llegado a su pico máximo. Después de un huracán en 1998 y un golpe de estado en 2009, el país debió enfrentarse a una combinación de pobreza, corrupción y violencia. Los números de asesinatos aumentaron. Las pandillas se multiplicaron. El cambio climático secó las tierras en las que los campesinos, agricultores, habían confiado durante generaciones. La juventud se percató de que en esa economía tenían muy pocas oportunidades. Honduras se convirtió en una de las sociedades con mayor desigualdad del mundo.
Moisés Cubas y Meya Chávez abrigan a su hija, Gimena, en una parada de autobús en el oeste de Guatemala. Todavía no se habían alejado demasiado de Honduras, pero se dirigían a una zona fría de montaña. Meya comentó que esta era la primera vez que había sentido frío en su vida.
Anteriormente, los inmigrantes hondureños que llegaban a la frontera sur de los Estados Unidos acudían directamente a la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos para pedir asilo. Algunos, entre ellos niños, fueron llevados a una red de centros de detención donde actualmente hay 52.000 personas. Pero a principios de 2019, Estados Unidos llegó a un acuerdo con México para que casi 60.000 personas en busca de asilo aguardaran su respectiva audiencia en ese país.
Más de un año después, debido a la pandemia del coronavirus, se han sellado las fronteras que estos grupos una vez cruzaron. Algunos están esperando recibir asilo en los Estados Unidos o en México; muchos deben realizar trabajos muy informales para subsistir. El virus ha frizado sus solicitudes de trabajo y, por lo tanto, su futuro. Se considera que, a medida que aumentan los casos de COVID-19, los terrenos atiborrados donde viven se acercan a un inminente desastre humanitario.
¿Cómo viven hoy las familias hondureñas que, hace más de un año, huyeron de su país para dirigirse hacia norte? Como fotógrafo, me propuse retratar las historias de personas que rehicieron su vida a pesar de las dificultades y las barreras. ¿Encontraron el refugio con el que soñaron? ¿El costo del exilio resultó ser demasiado alto?
Moisés, Meya y Gimena
Moisés Cubas y Meya Chávez crecieron en el mismo vecindario en San Pedro Sula, en la primera línea de las guerras de pandillas que asolan la segunda ciudad más grande de Honduras. Moisés cuenta que logró evitar que las pandillas locales lo reclutaran, pero, así y todo, la policía dio por sentado que integraba una y ejerció reiterados actos violentos contra él. Los escuadrones de la muerte y los jóvenes enmascarados con armas largas eran una amenaza constante, en una ciudad en ruinas donde nunca se les ha dado importancia a las vidas de su generación.
Moisés Cubas y Meya Chávez viajan en la parte trasera de una camioneta que los llevará a la terminal de autobuses para unirse a la caravana migrante. La familia los acompaña para despedirse por última vez.
Cuando Meya dio a luz a su hija, Gimena, para la pareja, todo cambió. Meya había perdido a su padre, una hermana y un hermano debido a la violencia callejera. Ella y su madre eran las únicas de la familia que seguían con vida. "No quiero que mi bebé viva lo que yo he vivido", expresó Meya.
Un amigo de Moisés le advirtió: "Aquí no hay futuro. Sálvense si pueden”. La pareja se enteró de que, en la primavera de 2019, partía una caravana de su tierra natal, y aprovecharon la oportunidad. "Pase lo que pase, estaremos en familia", pensó Moisés la noche antes de partir. "Nada podrá separarnos".
La mañana en que fueron, sus familias lloraron, sin saber si volverían a verse. En el autobús que iba a Guatemala, Meya, quien nunca había salido de su ciudad, se sentía tanto en casa como lejos de ella. En el autobús se escuchaba solamente la música del acento hondureño. Pero cuando llegó a las tierras altas de Guatemala, Meya conoció el frío por primera vez.
Moisés y Meya realizan trabajos ocasionales mientras esperan para poder solicitar asilo en un sistema que funciona muy lento. La crisis del coronavirus ha hecho que sea más difícil encontrar trabajo y aún no tienen ni para comprar artículos de protección como máscaras y productos de limpieza.
Una vez en México, los jóvenes padres cambiaron de tren cargando a Gimena en el pecho. En la frontera de Estados Unidos, vieron las luces parpadeantes de San Diego a través de la cerca.
Comenzaba el desafío de pedir asilo. Sin orientación legal, y en un contexto con reglas en cambio constante, Moisés y Meya esperan para presentar su caso ante el desalentador sistema estadounidense en la ciudad fronteriza mexicana de Mexicali. Alquilaron una pequeña habitación en el barrio de inmigrantes de Mexicali y comenzaron a realizar trabajos ocasionales, pintando o cuidando niños. Mientras tanto, Gimena jugaba con los niños del vecindario.
Más tarde, llegó el coronavirus. Baja California, el estado donde viven, tiene el mayor número de casos en el país. Meya perdió el trabajo que tenía como empleada de limpieza. Moisés no encuentra trabajo hace un mes. Y ni siquiera pueden comprar máscaras protectoras o artículos de limpieza.
En el pueblo fronterizo de Mexicali termina el viaje de Moisés, Meya y Gimena. Han encontrado una pequeña choza en las afueras. A un lado, tiene un vertedero, y al otro, el desierto; pero prefieren vivir aquí que en un refugio lleno de gente.
Con una solicitud de asilo en espera debido a la pandemia, sienten que Estados Unidos aún es un destino muy lejano. Por la noche, Moisés se pregunta: ¿habremos perdido la oportunidad? Pero sigue creyendo que es preferible tener una vida marginal mientras esperan un futuro mejor a padecer extrema violencia en el hogar natal. Él y Meya creen que algún día cruzarán la frontera con Gimena. Confían en que Dios les brindará un hogar seguro.
Adriana y Franklin
A mediados de 2018, Adriana (el apellido se omite por razones de seguridad), una madre soltera de San Pedro Sula, recibió un ultimátum por parte de una pandilla: entregar a su hijo de 10 años, Franklin, o enfrentarse a consecuencias fatales. Ella y su compañero Miguel (no es su nombre real) habían sido víctimas de violencia por años y él se había propuesto encontrar una salida. Cuando la pandilla fue a la escuela de su hijo para reclutarlo como vigilante, Adriana supo que era momento de partir. ¿Pero de qué manera? Como si el universo la hubiese escuchado, en octubre se organizó una caravana.
Adriana se recuesta en el hombro de su novio Miguel; la pareja busca un ginecólogo obstetra en Tijuana. Adriana caminó por todo México con la caravana de migrantes sin saber que estaba cursando su primer trimestre de embarazo.
Partieron con la mochila de Franklin como único equipaje. Miguel ya había realizado el viaje a los Estados Unidos cuando tenía 12 años, y huía de un padre abusivo; pero en esa oportunidad, lo deportaron. Miguel había jurado que, si alguna vez se convertía en padre, de ninguna manera sería como el suyo. Cuando la caravana comenzó su recorrido por México, encontró refugio para Adriana y Franklin, y se aseguró de conseguir alimentos, que muchas veces no alcanzaban para que él también comiera.
Cuando la caravana llegó a Tijuana, Adriana se enteró de que estaba embarazada. Se rumoreaba que el sistema de asilo de EE. UU. se estaba cerrando y Miguel temía que su deportación anterior pudiera perjudicarlos; por eso, le pidió a Adriana que se llevara a Franklin y cruzara la frontera sin él. Una mañana de diciembre, antes de que amaneciera, se despidieron entre lágrimas, separados por el cerco de alambre.
En Los Ángeles, Adriana ahora llora por su país y por el amor que ha dejado, pero sabe que Miguel ha cumplido su promesa de darle un futuro a su familia. En junio, su hijo, Leandro, nació en los Estados Unidos.
Hoy, Adriana está exclusivamente pendiente de acudir a la corte cuando la llamen; si llegara a ausentarse, ella y sus hijos podrían ser deportados. Y las pandillas no perdonan…regresar a Honduras podría ser el fin. Adriana llora cuando habla de su hijo mayor, Franklin. "Él es mi ángel", cuenta. "Nunca me habría ido si no hubiese sido para salvar a mi bebé".
Adriana dio a luz a Leandro seis meses después de separarse de Miguel en la frontera. Ahora, como madre de dos niños, se concentra en las citas de la corte de asilo y en procurar que a sus hijos no les falte nada.
Adriana acuna a Leandro; de pronto suena su teléfono. Es una videollamada de Miguel, quien le habla al bebé de ojos brillantes a través de una pantalla rota. Recibió asilo en México y se ha podido quedar en las afueras de Tijuana, a pocas horas de ellos. Antes de la crisis del coronavirus, con su trabajo como guardia de seguridad, Miguel podía proveer a la familia. Ahora, es difícil conseguir trabajo.
En la cuarentena, Adriana intenta entretener a Franklin y Leandro. Perdió su trabajo como empleada de limpieza, pero la familia sobrevive gracias a los bancos de alimentos y a un programa iniciado por el alcalde de Los Ángeles para ayudar a la población indocumentada del condado. Ella desea con todas sus fuerzas que la vida vuelva a la normalidad.
Miguel cuenta que desde que la familia se separó en la frontera, la vida ha sido muy complicada. Hoy en día discuten más de lo que se ríen. ¿Pero qué otra opción tenían? Él no podía cruzar y ella no podía quedarse.
Josh y Ana
Para Joshua y Ana Martínez, subirse a una caravana era una decisión de vida o muerte. La Ceiba, la ciudad portuaria donde vivían, había quedado destrozada debido a la guerra de traficantes por las rutas de cocaína a los Estados Unidos. Ana había sufrido la pérdida de su primer esposo, padre de su hijo Brian, a quien asesinaron a tiros en la puerta de su casa hace cinco años. Joshua había perdido hermanos y muchísimos amigos de la infancia. Ambos temían ser las próximas víctimas.
Joshua y Ana Martínez decidieron abandonar Honduras después de que sus amigos y familiares murieran a causa de la violencia. Cuando Joshua se enteró de la caravana de migrantes, le pidió a Ana que se fueran juntos y partieron a los Estados Unidos.
Según Joshua, la caravana era un bote salvavidas humano que los llevaría por diferentes partes de México, donde ya habían ido innumerables hondureños. Ana vaciló. Su madre, una señora mayor, le suplicó que se quedara. Era mejor que la familia permaneciera unida…ya habían perdido a tantos familiares.
Ana eligió partir. Decidió dejar a sus hijas preadolescentes al cuidado de su madre y averiguar cómo podía llevarlas posteriormente. Tomó la mano de su hijo de un lado, la de Joshua del otro, y abandonó con ellos La Ceiba para siempre.
Ana, Joshua y Brian realizaron un largo camino a pie sobre un pavimento abrasador y viajaron en la parte trasera de los camiones. Durmieron en calles y parques. Después de dos largos meses, ingresaron a los EE. UU., y se establecieron en Indianápolis. La familia extendida de Joshua se había mudado allí a fines de los noventa después de que un huracán destruyera su hogar en Honduras.
Ana (atrás a la derecha) con su prima Marina y sus hijos mientras disfrutan su primer cuatro de julio juntos en Indiana. Marina y sus hijos llegaron a Estados Unidos poco antes del feriado, y hoy viven con Ana y Joshua.
Mientras esperaban una segunda cita en la corte para que se registre su estatus migratorio, Joshua trabaja en la construcción, y Ana, limpiando casas. Brian, de ocho años, aprendió a hablar inglés mejor que español. El verano pasado, la familia se juntó con otros miembros de la diáspora hondureña en Indianápolis para celebrar el 4 de julio. Los fuegos artificiales de los vecinos teñían el cielo y los niños pedían más. Aunque solo por unos momentos, Ana y Joshua conseguían aliviar las preocupaciones.
En general, la vida en Estados Unidos no ha sido fácil. Ana confiesa que es difícil estar lejos de la familia que quedó en Honduras: “Hablamos todos los días. Y no puedo evitar llorar y preguntarme si hice lo correcto".
A raíz de la crisis del coronavirus, Ana ha perdido su trabajo, pero Joshua todavía trabaja como techador. Tanto Ana como Joshua creen que padecieron casos leves de COVID-19. Se tomaron esta selfie en abril de 2020, en la puerta de su casa.
Hace poco, Joshua tuvo fiebre muy alta, tos y dolores en el pecho, y él cree que fue COVID-19. Brian no se enfermó, pero Ana sí tuvo síntomas leves; por lo tanto, en el hotel donde trabajaba, la suspendieron. Joshua continúa trabajando como techador, un trabajo que se considera esencial.
Su audiencia de asilo ha sido aplazada de forma indefinida.