La Fuente de Tláloc, una escultura gigante del dios azteca que simboliza la identidad mexicana
Una vista aérea de la Fuente de Tláloc, la obra del muralista Diego Rivera en honor al dios del agua en el Parque Chapultepec, Ciudad de México, México. Fotografía tomada con un dron.
En un lugar muy remoto del Parque Chapultepec, dentro de una piscina verde, se encuentra una efigie gigante de un dios que arroja lluvia hacia el cielo. Se trata de Tláloc, el dios del agua, a quien se le atribuyen poderes portentosos. Su antigüedad es tal que fue adorado antes de que los aztecas le dieran este nombre, y está hecho en proporciones tan grandes que los aviones que se acercan al Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México pueden apreciarlo perfectamente.
La escena es impactante: el dios Tláloc está recostado en una piscina de 30 metros, como pausado, pero en estado de frenesí o extasis. Su cuerpo está adornado con mosaicos que revelan símbolos de los mitos y la historia de México, y su cabeza tiene dos rostros que miran fijamente: uno al cielo y el otro, en la coronilla, que arroja agua hacia un pequeño edificio a unos pasos de distancia. Es el guardián de un sitio de 70 años donde también hay un templo neoclásico y un fresco sumergido del muralista más famoso dl país.
Este complejo, llamado Museo del Jardín del Agua, fue creado entre 1950 y 1952 por el icónico artista socialista Diego Rivera, como un encargo del gobierno de México. Construido para celebrar una imponente obra de la ingeniería de mediados de siglo, parece tener un mensaje vigente ahora que el país conmemora su quincuagésimo centenario. El sitio proclama que, en una sociedad ideal, la historia de un país y su presente, sus ciudadanos, el arte y el gobierno, su mundo natural y sus científicos, todos deben estar fusionados.
“Se buscó asemejar su cuerpo al contorno de las montañas donde se adoraba a Tláloc ”
Visité a Tláloc por primera vez por recomendación de mi amigo Wesley Bocxe, quien pasó gran parte de su carrera en la Ciudad de México, su hogar de acogida. "Tienes que ver esto", me dijo. Estuvimos allí con mis hermanos adolescentes durante nuestro viaje anual a la Ciudad de México, donde mi madre creció en la década de 1930. Algunos de mis primeros recuerdos son de Chapultepec, el parque urbano más grande de América. Cincuenta años después, sigue habiendo vendedores que ofrecen mangos tallados en forma de capullos de rosa, y las melodías melancólicas del carrusel parecen advertir que incluso los recuerdos más alegres de la infancia algún día pueden volverse agridulces.
También fue aquí, en un castillo colonial que devino en escuela militar, donde se dice que seis jóvenes cadetes llamados Niños Héroes prefirieron arrojarse y morir en 1847, en lugar de rendirse a las tropas estadounidenses invasoras. Recuerdo que mi madre me contó que, cuando iba al colegio, los maestros leían los nombres de los niños cuando tomaban lista. Solo los mejores estudiantes podían responder en nombre de ellos: "¡Presente!" Sin embargo, sorprende que, pocos de mis amigos mexicanos habían oído hablar de la Fuente de Tláloc. Los viajes escolares y las excursiones familiares tenían reservados otros destinos dentro del parque; y hoy sigue siendo muy difícil encontrar el camino para llegar.
Hay algunas razones que explican este oscurantismo. En la tradición de los lugares sagrados construidos sobre volcanes o grietas sulfúricas en la tierra, tanto Tláloc como la contigua Cárcamo de Dolores —o estación de bombeo— se extienden en un sitio ecológico muy dinámico. Ambos se ubican en el punto final de un vasto acueducto que conduce el agua del río Lerma, el río más largo de México, y la redistribuye a la Ciudad de México. “Obviamente, hay que mantener limpia el agua”, dice Kathryn O'Rourke, profesora de arte y arquitectura mexicanos en Trinity University. "Por eso es importante no atraer demasiado al público a este lugar".
Pero el carácter distintivo del arte también contribuye a su bajo perfil, dice Aglaé Fragoso Hernández, vocera de la organización sin fines de lucro Probosque Chapultupec, que ayudó a restaurar la fuente de Tláloc. Como la creación de Rivera se encuentra en una instalación hidráulica municipal, a menudo carecía de la atención o la publicidad adecuadas. “Por ser un proyecto hidráulico, no recibió el apoyo y el mantenimiento de las fuentes culturales necesarias”, explicó. “Así que hubo varios períodos de abandono y deterioro a lo largo de los años”.
Sin embargo, al ser tan difícil de encontrar, Tláloc aún consigue asombrar a los visitantes que se cruzan con él. En ensayos, artículos y conversaciones, he notado que la palabra más común sobre este monumento al dios del agua es "asombroso".
La Fuente de Tláloc y el Cárcamo de Dolores (estación de bombeo) que se encuentra al lado, se ubican en un sitio ecológico muy dinámico en el Parque Chapultepec de la Ciudad de México.
Una fuerza sagrada y definitoria
El agua, y su poder, han definido la vida de la Ciudad de México durante milenios. Antes de que llegara el conquistador español Hernán Cortés en 1519, de hecho, la ciudad, Tenochtitlán, estaba asentada sobre una isla en un vasto lago conectado a vías e islas donde los residentes cultivaban verduras, flores y maíz, los alimentos básicos y sagrados del imperio, que dependían de la lluvia.
Cuando llegaron los españoles, quedaron maravillados por la sofisticada ingeniería hidráulica de la ciudad y, a lo largo de los siglos, fueron trabajando en el drenaje del lago en el que estaba asentada. Esto provocó graves problemas ecológicos, como inundaciones, edificios sumergidos y escasez de agua, que siguen afectando México el día de hoy. La demanda local de agua se disparó en las décadas de 1930 y 1940, cuando la demanda de productos mexicanos en tiempos de guerra explotó la economía, la industria y la población.
Por eso, en 1942, el gobierno de esta antigua ciudad ideó una solución: un acueducto de 65 km desde el Río Lerma hasta la Ciudad de México. El proyecto demoró ocho años y se cobró la vida de no menos de 39 trabajadores, pero finalmente logró canalizar estas aguas desde las montañas hacia la sedienta capital. El acueducto terminaba aquí en este tranquilo rincón de Chapultepec, donde cuatro embalses redirigían el agua a través de bombas para separar cuadrantes.
“El agua, y su poder, han definido la vida de la Ciudad de México durante milenios”
El impacto positivo del proyecto fue tan grande para México que los diseñadores de la estación de bombeo decidieron contratar al muralista más famoso del país para honrar a los ingenieros. En dos años, Rivera (de 64 años) produjo una red visual de referencias al agua, la ciencia, la evolución y la historia de México, comenzando con el monumento de Tlaloc y culminando con un lujoso fresco subterráneo interior, musicalizado por el sonido del agua que corre por el sitio.
Entonces, ¿cómo se explica esta obra de arte multisensorial sea tan desconocida? Una de las principales razones es que es demasiado innovadora. Cuando Rivera pintó su mural, usó pintura a base de poliestireno. Al principio funcionó. Los primeros visitantes veían las imágenes de Rivera ondulando detrás de los movimientos del río más largo de México.
Pero con el tiempo, el agua comenzó a dañar la pintura. Los ingenieros desviaron el agua, pero la negligencia y la constante turbulencia sísmica de México hicieron estragos. Para el cambio de milenio, el daño era tan grave que tuvieron que cerrar el complejo durante una década. Finalmente, con la ayuda de la organización no lucrativa Probosque de Chapultepec, Tláloc y el mural “El Agua, Origen de la Vida” fueron restaurados en 2010 y el templo mexicano en honor a los antiguos dioses y la ciencia moderna volvió a abrir sus puertas.
Mosaicos de piedra adornan la Fuente de Tláloc, en honor al dios del agua y trazan símbolos del pasado de México, como dos mazorcas de maíz sagradas (la razón por la que los antiguos mexicanos oraban tanto a Tláloc y sus poderes para proveer lluvia).
Frida Kahlo con su esposo Diego Rivera, a quien el gobierno de México le encargó en la década de 1950 la creación del Museo Jardín del Agua, un complejo que alberga un mural gigante de Tláloc, el dios del agua.
El sonido del agua que fluye
A decir verdad, antes de ver a Tláloc, lo escuché. Una fuerte lluvia, típica de la estación lluviosa mexicana, golpeaba incesantemente la boca de la estatua que miraba hacia el cielo, y caía al agua que la rodeaba. Llegué una tarde de primavera, y Eduardo, el joven taxista que me trajo hasta aquí, bajó del carro conmigo. Me contó que nunca había oído hablar de la estatua de Tláloc, pero siempre había reverenciado la cosmología y la ingeniería mexicanas antiguas. Cuando nos acercábamos al monumento, me mostró su antebrazo, cubierto totalmente por un intrincado tatuaje de Coatlicue, la diosa azteca de la fertilidad. “Creo en la Virgen y en los santos. Pero fui criado por mi madre, quien me impulsó a terminar la escuela, y tengo hermanas, dos hijas y una esposa. En mis pagos del campo, las mujeres no se valoran más que por servir a los hombres. Tengo este tatuaje para honrar a las mujeres y todo lo que son capaces de hacer”, expresó el taxista.
Eduardo también estaba muy familiarizado con Tláloc. Me mostró en su teléfono un documental de televisión sobre la famosa llegada de otro Tláloc a esta parte de México: un monolito de 168 toneladas de color polvo, que fue transportado en 1964 al Museo de Antropología de la zona desde el pueblo de Coatlinchán, donde había residido durante siglos. En medio de imágenes antiguas que muestran multitudes de observadores fascinados con la estatua, se ven aldeanos de Coatlinchán, envueltos en chales y uniformes de trabajo, con rostros afligidos. “Hay una profunda tristeza”, dice un comentarista de televisión en el clip que me muestra Eduardo. El día que el monolito entró en la Ciudad de México, los mexicanos recuerdan que la ciudad quedó bajo el agua debido a la peor tormenta jamás registrada en esa época del año.
Pero el Tláloc de Rivera transmite un estado de ánimo completamente diferente. El dios transmite energía. Sus piernas y brazos se plasman como si hubiesen sido atrapadas en medio de un salto, o en un frenesí de creación sobrenatural como el dios danzante Shiva. A lo largo de su cuerpo, se distribuyen mosaicos de piedra que muestran símbolos del pasado de México, como dos mazorcas de maíz sagradas, la razón por la que los antiguos mexicanos oraban tanto a Tláloc y sus poderes para proveer lluvia.
Si bien resulta fascinante observarlo desde el suelo, el diseño de Tláloc se pensó para que fuera apreciado desde las alturas. El agua que escupe, señaló el ensayista Jeff Bale, “imita la lluvia y conecta el agua con el aire. Se buscó asemejar su cuerpo al contorno de las montañas donde se adoraba a Tláloc". En la sandalia izquierda de Tláloc hay la imagen de un águila posada sobre un cactus, con vistas a un río. Es la imagen de origen de la propia Ciudad de México, que los aztecas reconocen como pieza fundante de la ciudad de Tenochtitlán.
Y esta imagen también se destaca en el brazo lleno de tatuajes de Oscar Huerta, de 38 años, un oficinista que descubrió a Tláloc la tarde que yo estuve allí. Estaba de excursión con su esposa, Sandra Itzel, de 38 años, y su hijo Eric Ramses Huerta, de seis.
“Nos topamos con este lugar de casualidad”, dice Huerta. Y enseguida extendió su brazo para mostrarme que tenía un dibujo casi idéntico de Tláloc. Itzel también enseñó su brazo, donde había un tatuaje de un gobernador maya del sitio arquitectónico Palenque. “Nuestros amigos son guías turísticos y antropólogos y nos han ayudado a inculcarnos el amor por nuestra cultura”, dice Itzel. “Estos tatuajes, para mí, revelan mi identidad mexicana. También somos católicos. Pero el sincretismo es parte de la identidad mexicana”.
“El agua es el origen de la vida. Fluye de Tláloc. Literal y metafóricamente, ha dado curso a la humanidad, gracias al trabajo de obreros e ingenieros mexicanos ”
Arte y orgullo nacional
Rivera ayudó a popularizar estas imágenes como símbolos de orgullo nacional. Y a la vez, las imágenes ayudaron a Rivera a desarrollarse como artista. En las décadas de 1920 y 1930, los murales de Rivera impulsaron una renovación radical del interés por las culturas indígenas que habían sido brutalizadas y marginadas desde la conquista española. A lo largo de los años, estas representaciones de los pueblos indígenas y sus vidas se han revisado constantemente. Pero con sus pares, Rivera fomentó la idea de que México es un país formado tanto por culturas indígenas como europeas.
Cuando creó el Tláloc, el trabajo de Rivera se estaba apreciando de otra manera. Sus murales, originalmente subversivos, se convirtieron poco a poco en parte del proyecto nacional del gobierno mexicano para crear una identidad mexicana unificada. En la década de 1920, el muralismo había sido radical, con caricaturas y críticas de figuras políticas. Pero en la década de 1950, los críticos se quejaban de que el género (y Rivera, al tomar este encargo público y otros más) había sido apropiado por el estado.
Sin embargo, al mismo tiempo, Rivera se había vuelto más experimental, más atrevido técnicamente que en cualquier momento anterior de su carrera. Comenzó a evocar no solo a los pueblos indígenas, como lo había hecho durante años, sino a su arquitectura, teología e incluso sus interacciones con la tierra.
Aún más innovador fue el diseño de su estatua, que solo podía apreciarse de forma completa desde un avión. Esta perspectiva, imposible hasta principios del siglo XX, logró revelar por primera vez la increíble escala de otras obras paisajísticas indígenas, como las pirámides de México y las líneas de Nazca en Perú. “No existía el land art en la década de 1950”, dice O'Rourke. “Con esta referencia a la arquitectura indígena, artistas como Rivera estaban tratando de resucitar un concepto de nación moderna: no puede constituirse solo con la pequeña franja que es blanca”.
Vista de la fuente Tláloc de Diego Rivera, que se encuentra en una antigua estación hidráulica municipal, en la Ciudad de México, México. Fotografía tomada con un dron.
“El agua es el origen de la vida”
Sin embargo, para apreciar plenamente la relevancia de esa cosmovisión en la actualidad, se requería una mirada al interior, en la encrucijada subterránea del río.
Por segunda vez, escuché el monumento antes de verlo. En el pequeño pabellón con vistas al dios del agua, vibraban sonidos extraños y vacilantes. Provenían de un órgano dispuesto en una pared, con tubos de aspecto bastante familiar, pero que sonaban gracias las corrientes de agua y la energía solar (las reparaciones recientes del órgano se han interrumpido debido a la pandemia de COVID-19). El órgano, creado por el artista Ariel Guzik como parte de la renovación de 2010, reemplaza la corriente original del río con misteriosas armonías provocadas por las corrientes de agua, el sol y el viento.
“Es un instrumento que toca el agua”, dice en una conferencia grabada Eduardo Vázquez Martín, coordinador ejecutivo del Mandato del Antiguo Colegio de San Ildefonso. En la instalación sonora de Guzik, dice, “el órgano está conectado a un sistema complejo...que captura el movimiento del agua y lo reproduce en sonidos. El agua vuelve como una canción, como música. Se recupera como centro de la escena”.
Muy por debajo de la barandilla protectora, en el suelo del depósito se observan microorganismos pintados como si estuvieran bajo un enorme microscopio. La idea es sugerir el surgimiento de la vida a partir de una mezcla ecléctico fundacional. Las paredes reflejan diversas formas de vida: amebas, peces, serpientes y anguilas, moviéndose frenéticamente hacia el mundo terrestre. También se ven trabajadores, agricultores indígenas, damas burguesas, incluso mascotas domésticas, recolectando y saboreando el agua vivificante de la Tierra. Las imágenes de un hombre y una mujer africanos con rasgos indígenas representan los antepasados de todos los seres humanos.
Finalmente, conformando la parte superior de esta fantasmagoría, se encuentran los científicos, vestidos con cascos, ambos o saco y corbata, y es un homenaje a los ingenieros que hicieron realidad el milagroso sistema hidráulico de México. Dispuestos como apóstoles, representan una democracia joven en uno de los momentos más optimistas de su historia.
"Esta pintura es una celebración de la ciencia moderna", dice O'Rourke. “Cuando estás en ese edificio y miras hacia afuera, ves la cabeza de Tláloc. Y ahí empiezas a darle sentido tanto a los mosaicos del exterior como a la pintura del interior. El agua es el origen de la vida. Fluye de Tláloc. Literal y metafóricamente, ha dado curso a la humanidad, gracias al trabajo de obreros e ingenieros mexicanos”.
Ya estaba cayendo la tarde, hora de irse. Mientras el taxi se alejaba de Chapultepec, el agua de verano salpicaba el camino. Pensaba en Tláloc, y en la vigencia de este dios feroz, que si bien es producto de un pasado lejano, encarna una dualidad que sigue siendo totalmente actual: los poderes de vida y muerte de la naturaleza, y nuestra obligación de respetar ambos.
Claudia Kolker es la autora de "The Immigrant Advantage: What We Can Learn From Newcomers To America About Health y Happiness and Hope" ("La ventaja de los inmigrantes: lo que podemos aprender de los recién llegados a Estados Unidos sobre salud, felicidad y esperanza"), que fue recientemente relanzado como un audiolibro. Es la editora de la revista de ideas de Rice Business School.