Los casos abiertos de la guerra civil guatemalteca no se pudieron identificar...hasta hoy
Décadas después de que 45.000 personas desaparecieran en Guatemala, un esqueleto anónimo finalmente tiene nombre.
Durante 14 años, un esqueleto humano conocido como 317-38-10 estuvo almacenado en una caja de cartón dentro de un contenedor de transporte metálico en la azotea de un edificio de la Ciudad de Guatemala, capital del país. El número era un código que representaba el lugar en el que había sido descubierto. 317 era la designación de una cima de montaña repleta de pinos que contaba con tumbas masivas cerca de un pueblo denominado San Juan Comalapa. El 38 era la tumba masiva del país en la que los arqueólogos habían excavado y el 10 pertenecía al número del cuerpo desenterrado en esa tumba.
Por fuera, el cuerpo no tenía nada especialmente particular. Como todos los esqueletos, muchas de las características físicas que hicieron que su dueño sea único cuando vivía (cabello, piel, ojos y otros tejidos blandos) habían desaparecido dejando solo los huesos y la información básica que tenían del individuo: edad, sexo y causa de muerte.
La ubicación donde fue encontrado nos brinda algunas pruebas más. El sitio 317 había sido una base militar durante la guerra civil que devastó a Guatemala desde 1960 a 1996. En 2003, cuando los arqueólogos forenses excavaron unos metros más, encontraron varias pilas de huesos. ¿De quiénes eran? No se sabía, o nadie lo decía.
Una posibilidad era que los huesos pertenecieran a los prisioneros políticos apresados por los militares durante la guerra. Los cálculos llegan al número total de 45.000. Algunos fueron arrestados en las calles a plena luz del día, otros arrastrados de sus negocios y hogares, mientras que muchos más fueron capturados en calles oscuras o en algún control militar sin ningún testigo.
Las pruebas de “los desaparecidos”, como se los conoce, ha sido imprecisa dejando a sus familias sin paz y a la nación sin un cierre para uno de sus capítulos más oscuros. Así que, cuando los huesos comenzaron a salir de la tierra, los guatemaltecos esperaron expectantes para finalmente enterarse de los destinos de sus compatriotas.
Por ejemplo, ¿estaba el sacerdote Conrado de la Cruz entre ellos? Había sido uno de los muchos clérigos encarcelados por pronunciarse en contra del tratamiento que se le daba a la clase trabajadora. ¿O estaba Alaíde Foppa, la prestigiosa poeta quien se fue con su chófer a hacer compras y jamás regresó? ¿O el panadero y sindicalista Jorge Granados Hernández, quien, antes de desaparecer, le dijo a su esposa: “Si algún día no aparezco, o me secuestran, o algo me sucede, no me busques porque no me vas a encontrar”.
Los huesos tienen tanto para contar. La forma de un cráneo puede transmitir los últimos pensamientos que contuvo y un fémur no registra sus últimos pasos. Todo lo que inicialmente los científicos pudieron descifrar del esqueleto 317-38-10 era que pertenecía a un hombre adulto que había sufrido un golpe en la mandíbula, probablemente con la culata de un arma o con una piedra; ese golpe le dejó una marca distintiva.
Los huesos fueron llevados a un laboratorio forense en la capital y, cuando la prueba de ADN inicial no arrojó ninguna coincidencia con la base de datos genética del laboratorio, el esqueleto fue encajonado, etiquetado con un código numérico y almacenado junto a todos los demás esqueletos anónimos. Y se quedó allí por 14 años.
Luego, una mañana del pasado junio, un camión de remolque llegó a la oficina cerrada en la Ciudad de Guatemala y se llevó 172 cajas que contenían a los esqueletos sin identificar de regreso a la sombría cima de la montaña. La ciencia no había podido recuperar sus identidades, pero, por lo menos, serían sepultados con dignidad. Cada esqueleto fue descargado con cuidado, puesto en un nicho de hormigón y etiquetado con su número de caso en lugar de un nombre.
En las cercanías, un memorial pintado con tigres, arañas y otros guías espirituales tradicionales de la cultura maya instan a los visitantes a no olvidar nunca la maldad que tuvo lugar en ese sitio. Cada unas pocas semanas, las mujeres que buscan a sus seres queridos se acercan a la montaña, queman pequeños palillos, esparcen rosas blancas silvestres y escuchan. Aunque los huesos no pueden hablar, las mujeres creen que los espíritus sí. Y si los espíritus hablaran, ¿qué dirían del esqueleto 317-38-10?
Una desaparición
Francisco Curruchich tenía 12 años cuando conoció a María Juana Colaj Son de 10 años en el pequeño pueblo de Agua Caliente en la década de 1950. En su adolescencia se casaron y, cada año, migraban a las aldeas agrícolas que se encontraban por toda la costa del Pacífico en Guatemala en busca de trabajo. Él cortaba café o levantaba algodón, y ella preparaba tortillas que los trabajadores se llevaban de almuerzo a los campos.
El trabajo duro no cansaba a Francisco; todo lo contrario, lo enfocaba. Comenzó a prestar atención a las pobres condiciones que él y otros mayas padecían, y se preguntó si quería que sus hijos tuvieran la misma vida. A sus veinte años, aprendió a leer y a escribir solo, y se inscribió en la facultad de medicina. Cuando se graduó, a los 30 años, era un promotor de salud de la comunidad certificado. Pronto, comenzó a promover el cambio en las aldeas rurales de Guatemala: mejor educación, agua potable limpia, sistemas de alcantarillado y caminos.
Era una época difícil para expresarse políticamente. Años antes, en 1954, un golpe militar había derrocado al presidente y un nuevo régimen, apoyado por Estados Unidos, se había instalado. Una rebelión guerrillera comenzó a levantarse en el campo. En respuesta, las Fuerzas Armadas Guatemaltecas, financiadas y entrenadas por Estados Unidos, lanzaron una campaña de contrainsurgencia. A lo largo de toda la década de 1970, los escuadrones de la muerte perseguían a los activistas y los organizadores catalogados como insurrectos, y los secuestraban de sus hogares. En ocasiones, sus cuerpos aparecían con una herida de bala o presentaban indicios de tortura, y, en otras ocasiones, no aparecía nada.
Luego, las fuerzas de seguridad del gobierno comenzaron con una mano dura extensiva en el campo, lo que incluyó a la “Operación Sofía,” una campaña en la que quemaban tierras “para exterminar los elementos subversivos”. Incendiaron aldeas, masacraron comunidades enteras de indígenas mayas e inundaron el país de tumbas masivas. Por miedo a desaparecer en el medio de la noche, las familias huían a las montañas o se iban al exilio. Una comisión patrocinada por las Naciones Unidas los describió luego como “actos de genocidio”.
Un día, un grupo de hombres enmascarados llegaron a la casa de Francisco cuando no estaba. Su hija Domitila, de 13 años, abrió la puerta. “¿Dónde está?”, le exigió un hombre. “Queremos beber su sangre”. La familia empacó sus cosas y se fue.
Poco después de que los Curruchiches se instalaran nuevamente en una pequeña ciudad denominada Chimaltenango, su hijo de 18 años desapareció. La familia escuchó que había sido secuestrado por oficiales de policía, pero nunca supieron por qué y jamás regresó. Francisco se culpó por la situación y comenzó a beber de manera excesiva. Se paraba frente a los destacamentos policiales y vociferaba: “¡Yo soy al que están buscando! ¡Mátenme!”. Fue a la oficina del gobernador y le exigió que liberara a su hijo.
Nuevamente, la familia tuvo que esconderse, pero esta vez en las montañas. Para ese entonces, Francisco se había distanciado de ellos. Domitila dice que usaba el alcohol para anestesiar el dolor y la culpa de perder a su hijo. “Tomaba para olvidar”. En julio de 1983, la última vez que vio a su familia, prometió dejar la bebida. Pero, tres días después, les llegó un rumor: hombres armados se habían llevado a Francisco de la plaza central del pueblo. Había desaparecido.
Buscando a los desaparecidos
Pasaron treinta y cinco años, y ni una pista de Francisco Curruchich. Mientras tanto, un acuerdo de paz de 1996 puso fin, de una vez por todas, a la guerra de casi cuatro décadas que se cobró la vida de más de 200.000 personas y dejó alrededor de 45.000 desaparecidas. Incluso hoy, en el centro de la Ciudad de Guatemala, las caras de los desaparecidos nos miran desde los pósteres con un “¿Dónde están?”.
A fin de responder a esta sombría pregunta, la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG) fue oficialmente creada un año después de finalizada la guerra, financiada por algunos gobiernos extranjeros y fundaciones privadas. En la actualidad, cuenta con una plantilla de 83 personas y se describe como el laboratorio privado forense más grande de América Latina en especializarse en la extracción de perfiles genéticos de restos de esqueletos. Mediante las exhumaciones, los análisis forenses y las campañas de recolección de ADN, los científicos de laboratorio han identificado gradualmente casi 3.500 desaparecidos de Guatemala. Aquellos más de 1.500 cuerpos, cuyos huesos no poseen el ADN coincidente de un familiar o que están demasiado deteriorados para ser analizados, siguen almacenados en la oficina de la Ciudad de Guatemala.
Ya pasaron casi 60 años desde que la guerra comenzó y aquellos que buscan a los desaparecidos están envejeciendo. Muchos han muerto sin encontrar respuestas. El laboratorio se está apurando por resolver estos casos abiertos antes de que sea demasiado tarde y no puedan regresarlos con sus familias.
El director de la FAFG, Fredy Peccerelli, trabaja en una casa habilitada a tales fines en el centro histórico de la capital. Nacido en Guatemala durante la guerra, tenía nueve cuando su familia huyó a Nueva York. A sus 48, es calvo, usa gafas de carey y habla rápido en inglés con un acento de Brooklyn. En su oficina cuelgan doctorados honoris causa de la Universidad Queens y de la Universidad del Norte de Columbia Británica. En su escritorio hay un chocolate que le dio un criminal de guerra serbobosnio. Luego de ayudar a exhumar tumbas en Srebrenica, uno de los campos de exterminio más famoso de la guerra de los Balcanes, Peccerelli testificó frente al tribunal de La Haya. En una de las jornadas, uno de los acusados se dirigió al estrado y le dio un chocolate. “Aquí tienes”, le dijo. “Para endulzarte un poco”. Peccerelli se encoge un poco de hombros mientras cuenta esta historia. “Me recuerda cómo 8.000 hombres fueron asesinados en Srebrenica”.
En su escritorio también tiene un santuario de vidrio en el que tiene el sombrero y la pipa de su mentor, el pionero antropólogo forense norteamericano Clyde Snow. En 1991, una activista maya bajita llamada Rosalina Tuyuc, quien había fundado la primera asociación nacional guatemalteca de viudas de guerra, escuchó hablar de Snow, quien estaba liderando investigaciones forenses para los disidentes políticos desaparecidos durante el terrorismo de estado argentino que tuvo lugar en las décadas de 1970 y 1980. Y lo invitó a Guatemala.
Snow, en sus sesenta años en ese momento, llegó en 1991. Estaba impresionado: la extensión de la matanza era algo que nunca antes había visto. En Guatemala, le dijo a un reportero: "mataban a la gente como si fuera algún tipo de peste agrícola particularmente nociva".
Apoyado por grupos de derechos humanos, comenzó identificando los lugares en los que habían sepultado los cuerpos y entrenando a los equipos de jóvenes guatemaltecos en las ciencias forenses. Así, sentó las bases para el laboratorio y, él imaginó, para futuras pruebas. En 1994, Peccerelli estaba en el último año de la universidad estudiando antropología cuando escuchó a Snow en una conferencia. Impulsado por su curiosidad profesional y su conexión personal con Guatemala, Peccerelli se fue desde Brooklyn hasta Guatemala para ser parte del equipo de Snow.
Bajo la guía de Snow, Peccerelli comenzó a exhumar tumbas masivas en todo el país, excavando en las bases militares en tiempos de guerra y los cementerios clandestinos. Un lugar era una ex planta de secado de cardamomo donde más de 400 personas habían sido asesinadas. Los antropólogos durmieron en carpas durante la excavación. “Los aldeanos vinieron y señalaron la esquina en la que estaba parado: ‘¿Ves esa viga? Golpeaban a los niños contra ella’”, Peccerelli recuerda que le contaron eso. “Todas las noches tenía pesadillas. Soñaba que había piscinas de sangre debajo mío”.
Peccerelli se quedó no solo un año en Guatemala, sino que, luego de cinco años, asumió el liderazgo del laboratorio. Dos décadas después, sigue allí. Su persistencia está impulsada, en parte, por mujeres como Rosalina Tuyuc, a quien llama su guía espiritual. Mucho antes de que se desenterrara la primera tumba en la cima de Comalapa, Rosalina soñó que su padre desaparecido le decía que había sido enterrado allí. Tuyuc presionó para que se hicieran las exhumaciones en Comalapa y, luego, compró una porción de la tierra y lideró las actividades para levantar el memorial. “Es como si la tierra se los hubiera tragado”, dijo de los desaparecidos durante una visita al lugar. Era una tarde ventosa y se agachó para escuchar a los espíritus. “Este es el nivel de impunidad en este país”.
¿Se hace justicia?
Aunque la guerra haya finalizado en 1996, el peligro no se ha acabado todavía. En la última década, ha habido 33 condenas por crímenes de guerra, muchas de las cuales se basaron principalmente en pruebas encontradas por la FAFG. Entre las condenas se encuentra un caso de genocidio, el primero de su tipo, contra el expresidente Efraín Ríos Montt, quien gobernó durante los años más sangrientos de la guerra. La exhumación más grande del laboratorio, de 558 cuerpos encontrados en una base militar conocida como Creompaz, tuvo como consecuencia el arresto de 14 oficiales militares quienes hoy están esperando el juicio.
El debate sobre la “justicia de transición”, que busca abordar los abusos a los derechos humanos que se dieron mucho después de perpetrar los delitos, es un tema candente en América Latina. En el periodo posterior a sus propios conflictos internos, los países como El Salvador, Argentina y Perú aprobaron la amnistía para los responsables a fin de acelerar los acuerdos de paz y seguir con la reconstrucción. Décadas más tarde, algunas de esas leyes están siendo anuladas, potencialmente exponiendo a aquellos acusados de crímenes de guerra a que comparezcan en juicio
En Guatemala, se sigue debatiendo lo siguiente: ¿es mejor olvidar y seguir adelante, o reabrir las heridas pasadas en el nombre de la justicia? Las iniciativas por investigar y llevar a juicio a los responsables de crímenes de guerra enfrentan protestas de los miembros de las Fuerzas Armadas, muchos de los cuales todavía ejercen poder en Guatemala. El partido del presidente Jimmy Morales, político de derecha y comediante de televisión, fue financiado por oficiales militares retirados, muchos de los cuales estuvieron en servicio en las regiones más sangrientas durante la guerra. A principios de este año, Morales se retiró de la Comisión Internacional contra la Impunidad respaldada por Naciones Unidas en Guatemala, llamándola "una amenaza para la paz en Guatemala". Los órganos de control como el Grupo de Crisis Internacional han señalado que su primer intento de salir de la comisión se dio dos años antes, poco después de que haya acusado a su hermano y a su hijo de fraude y de que lo haya investigado a él por uso indebido de fondos de campaña.
Mientras tanto, Guatemala continúa dando batalla a la violencia generalizada. En 2018, el país informó un promedio de 74 asesinatos por semana. En ese contexto, investigar los crímenes de guerra que pudieran involucrar a figuras poderosas es una tarea peligrosa. No mucho después de que Peccerelli comenzara a excavar tumbas, empezó a recibir amenazas de muerte. Hoy en día, viaja con custodia policial en todo momento, y el laboratorio está reforzado con puertas y vidrios a prueba de balas. Ha enviado a sus dos hijos a vivir a Estados Unidos.
Aunque todavía hay muchas tumbas por ser exhumadas y cajas de esqueletos anónimos que esperan ser identificados, el futuro del laboratorio parece incierto. Este año, una docena de miembros del congreso de Guatemala introdujeron un proyecto de ley que podría garantizar la amnistía a cualquiera que haya cometido un crimen durante la guerra. Los tribunales internacionales y nacionales ordenaron que se revoque la posible norma, pero sus defensores continúan buscando votos. Si se aprueba, más de 30 oficiales militares actualmente en prisión serán liberados.
El proyecto también bloquea todas las futuras investigaciones relacionadas con la guerra, entre las cuales podría estar la segunda exhumación más grande del laboratorio: la de Comalapa. Desde 2011, la Oficina de Derechos Humanos del gobierno ha estado recopilando pruebas para llevar ante un juez y pedir el procesamiento de aquellos responsables de los cuerpos desenterrados allí.
Una cima de fantasmas
Por años, María Juana buscó en cementerios y tumbas nuevas pistas sobre el destino de su marido, Francisco Curruchich. En poco tiempo, llegó a la tranquila cima de Comalapa. Después de la guerra, los campesinos de la zona comenzaron a contar historias sobre nuevos agujeros en la tierra cerca de sus cultivos de maíz en la ladera. Cuando un juez ordenó la exhumación del lugar en 2003, un campesino guio a los arqueólogos de la FAFG hacia una tumba. En ella había cinco esqueletos con marcas de heridas de arma blanca y machete. Los esqueletos en la segunda tumba habían sido descuartizados. Se exhumaron más tumbas; y emergieron más huesos con heridas horrendas. En la tumba número 16, todos los esqueletos habían sido decapitados.
Mientras los arqueólogos forenses excavaban, María Juana estaba allí, junto con una docena de mujeres que buscaban a sus maridos, padres, hermanos y niños. El viento azotaba el lugar entre los árboles y se escuchaban estruendos ocasionales de un volcán activo a la distancia. Las mujeres miraban cada fosa nueva y, a menudo, ayudaban a excavar. Luego de casi un año de excavaciones, los arqueólogos habían descubierto 53 tumbas que contenían restos de 220 personas. ¿Pero quiénes eran?
En los últimos 16 años, la FAFG ha intentado identificarlos. Desde que se montó el laboratorio de ADN en 2008, casi 800 de todos los desaparecidos de Guatemala han sido identificados gracias al cotejo de las muestras de ADN extraídas de los huesos con las muestras de los familiares. Pero los esqueletos de Comalapa siguen siendo desconocidos: No hay coincidencia en la base de datos con 172 esqueletos, entre los cuales se encuentran tres hijas adultas de Francisco. Y hay alrededor de 30 esqueletos que no tienen ADN discernible según los científicos.
Parecía como si hubiesen llegado al final del túnel, como si la tierra realmente se hubiese tragado todas las respuestas. Los huesos de Comalapa fueron dispuestos en bolsas de papel, puestos en cajas de cartón y guardados en unidades de almacenamiento metálicas. Allí, se unieron a más de 1.500 restos sin identificar cuyo material de ADN había sido contaminado o se había vuelto ilegible por el suelo, los animales, los bichos o las madrigueras cerca de las raíces de las plantas.
Finalmente, en 2008, el laboratorio decidió regresar los huesos sin identificar a Comalapa. Los arquitectos diseñaron filas de nichos y un muro bajo y curvo grabado con los nombres de las 6066 personas que habían sido informadas desparecidas al laboratorio. El suelo fue consagrado con una ceremonia maya que duró toda la noche y los esqueletos anónimos fueron enterrados encima del lugar donde fueron encontrados.
Resolviendo los casos abiertos
A finales de 2018, unos pocos meses después de que los huesos hayan sido dispuestos para su eterno descanso en Comalapa, el laboratorio adquirió una nueva maquinaria que mejoró las posibilidades de encontrar el material genético en los restos que previamente no se había podido encontrar nada. Los científicos habían conservado pequeñas muestras de los casos abiertos y las sacaron del almacenamiento para repetir las pruebas.
Un genetista del laboratorio pasó un poco de hueso del esqueleto 317-38-10 por un paquete de pruebas nuevo y más sensible. Los resultados se cargaron en una computadora y, durante los siguientes dos días, un programa de software comparó los marcadores genéticos con las miles de muestras de ADN que había de los parientes de los desaparecidos. Cuando se terminó la comparación, el caso 317-38-10 tenía nombre.
Un investigador forense del laboratorio manejó hacia Patzicia, un pueblo a solo 30 minutos de Comalapa, caminó por un callejón estrecho y tocó a la puerta de metal que lo llevaba hacia el patio de María Juana. Le dijo que habían hallado a Francisco.
La noticia les llegó a sus nueve hijos vivos y a docenas de nietos. Durante años, los hijos de Curruchich se preguntaron si, por algún milagro mágico, su padre podría estar languideciendo en prisión en algún lugar o viviendo fuera del país. Ahora, esas posibilidades ya no existían. Ese día, durante el camino a casa desde su trabajo, Domitila, su hija, recibió un mensaje de su hermano. “Tengo noticias de papá”. Lloró en el colectivo, pero cuando llegó a su casa no pudo evitar preguntar: “¿Apareció?”.
El pasado diciembre, el arqueólogo forense que lideraba la excavación en el lugar para la FAFG, Danny Guzman, acompañó a la familia Curruchich a la tumba 38 en Comalapa. Querían saber cómo había muerto. Guzman describió el traumatismo contundente que se presentaba en la mandíbula de Francisco, pero la causa de la muerte era incierta.
En la cima, Domitila, de 52 años, de cabello negro azabache y cara rubicunda, gritó.
La despedida final
Francisco Curruchich fue el primer identificado de los huesos desconocidos de Comalapa, y la familia tenía que decidir si dejaba los huesos en el memorial en la cima o los enterraba en otro lugar.
En una fría tarde de febrero, la familia Curruchich entera se reunió en la pequeña cocina de María Juana para discutir el asunto con un representante de la FAFG. María Juana, envuelta en un cárdigan de lana verde, observaba en silencio desde la esquina al lado del horno mientras sus ocho hijos debatían si traer a Francisco a casa o dejarlo en Comalapa. Quería que ellos decidieran y, fácilmente, llegaron a un consenso. Les gustaba que la tierra ya había sido designada como memorial y que el camino que los llevaba al lugar era el mismo que su padre había caminado para ir a la facultad de medicina.
“Podemos ir y verlo allí”, dijo Domitila. Por mucho tiempo soñó con presentárselo a sus hijos. Uno, que es dentista, estaba ahí en la cocina explicando el ADN a sus tíos. El otro hijo anunció que agregaría la nueva información al árbol genealógico que había hecho en línea. Domitila señaló que la educación era “por lo que [mi padre] estaba gritando y por lo que fue silenciado”.
Dos semanas después, la familia volvió a Comalapa y regresó los huesos al nicho. Luego, cambiaron la placa con el número 317-38-10 por una que decía Francisco Curruchich.
La International Women's Media Foundation apoyó a Nina Strochlic y a Natalie Keyssar en su búsqueda de información desde Guatemala.