Lo que Afganistán y el mundo podrían perder con el regreso de los talibanes

Hace más de una década, un escritor de National Geographic vio las señales de alarma que provocaba el compromiso de Estados Unidos y que los pequeños y frágiles avances democráticos podrían desaparecer.

Un soldado talibán hace guardia sobre un vehículo de combate Bradley en Kabul. El vehículo militar es uno de los mucho que los talibanes capturaron cuando las fuerzas del ejército afgano abandonó las bases militares. El 15 de agosto de 2021, los talibanes marcharon sobre la capital provocando la caída repentina del gobierno afgano y poniendo fin a dos década de presencia militar estadounidense.

Fotografía de Juan Carlos
Por Robert Draper
Publicado 24 ago 2021, 15:40 GMT-3

Nota del editor: este artículo fue redactado por Robert Draper.

A medida que Afganistán caía en manos de talibanes provincia a provincia y los militares estadounidenses se esforzaban por evacuar a aquellos que querían escapar, recordé un incidente inquietante que ocurrió cuando realicé un viaje a Afganistán como periodista para National Geographic. 

Estaba allí junto al fotógrafo David Guttenfelder a finales de la primavera de 2010 para escribir sobre cómo, sin saberlo, los agricultores que cultivaban amapolas para subsistir se habían visto envueltos en el financiamiento de las actividades de los talibanes luego de que los militantes tomaran el control del mercado de opio afgano. Había visitado Afganistán solo una vez antes, en 2005, para realizar un perfil del presidente, Hamid Karzai, para GQ. Como jefe fotográfico para Asia en Associated Press, Guttenfelder ya se había sumado varias veces a los militares estadounidenses en Afganistán desde los ataques terroristas del 11 de septiembre.

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La policía afgana se toma un descanso cerca de un campo de amapolas en la provincia de Badakhshan en el norte del país. En 2010, el escritor Robert Draper y el fotógrafo David Guttenfelder viajaron allí para informar sobre las iniciativas para cerrar los cultivos de amapolas que satisfacían el mercado de opio ilícito y que los talibanes utilizaban para financiar sus operaciones. 

Fotografía de David Guttenfelder, Nat Geo Image Collection
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Un afgano compra tomates en el mercado central de Kabul más de una década antes de que los talibanes reconquistaran la ciudad y desataran el caos. Kabul se había convertido en una ciudad más próspera y cosmopolita que cuando estaba bajo control talibán en la última década del siglo XX.

Fotografía de David Guttenfelder, Nat Geo Image Collection

A pesar de estar familiarizado con Afganistán, no estaba preparado para la experiencia de deambular, en ocasiones, en provincias anárquicas. Viajábamos de la manera más furtiva posible; usábamos bufandas y nos relacionábamos con conductores que esperábamos no fueran extremistas. En Badakhshan, en el extremo norte del país que limita con Tayikistán, las calles rurales que habíamos transitado durante el día estaban bloqueadas por los talibanes a la noche. Dos meses después de irnos, los militantes islamistas masacraron a un grupo de trabajadores de una organización no gubernamental que tenía una clínica de ojos. En Nangarhar, este de Kabul, nos hospedamos en el complejo de Linda Norgrove, de 36 años y acogedora directora regional de USAID (Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional) de Escocia. Unas semanas después, Linda fue capturada por los talibanes y asesinada cuando intentaban rescatarla.

El incidente que me recordaron los eventos recientes sucedió cuando intentábamos viajar a Badakhshan. Un equipo militar estadounidense aceptó llevarnos en helicóptero. Llegamos al aeródromo con nuestro intérprete afgano, pero mientras nos appresurábamos a embarcar, un soldado estadounidense le hizo señas a nuestro intérprete para que regresara a la oficina y completara algunos papeles para el viaje. Luego, el copiloto cerró la puerta, se subió y el piloto despegó.

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    Kandahar Taliban Conflict 30

    A principios de agosto de 2021, las tropas afganas todavía retenían un puesto militar en una colina del distrito de Arghandab, en la provincia de Kandahar. Las tropas no pudieron detener a los talibanes en su ofensiva para conquistar la segunda ciudad más grande del país y su antigua capital.

    Fotografía de Juan Carlos
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    Ciudadanos afganos se agolpan en un ciber café de la ciudad para pedir visas para emigrar a EE. UU. Miles de afganos que han trabajado como intérpretes y traductores para los estadounidenses temen por su vida.

    Fotografía de Paula Bronstein, Getty Images
    KABUL, AFGHANISTAN - AUGUST 4

    Los afganos que piden condición de refugiados muestran los documentos para las solicitudes de visa y se reúnen en un parque de Kabul luego de una protesta el 4 de agosto. Conforme al programa de visas, el primer grupo de afganos llegó a Estados Unidos en julio.

    Fotografía de Paula Bronstein, Getty Images

    Guttenfelder y yo protestamos. Las explicaciones del copiloto (demasiado peso, poco espacio, entre otras) eran superficiales e indiferentes a cualquier cosa que pudiéramos decir. Un minuto después, nos dirigíamos hacia Hindu Kush. Mientras tanto, nuestro intérprete estaba varado en una región donde no conocía a nadie, algo que lo ponía en grave peligro. Luego de una semana de hurtar viajes y dormir en el suelo de extraños, llegamos sanos y salvos a Kabul.

    Se supone que todos en Afganistán conocían que llegaría el día en que Estados Unidos dejaría a los afganos encontrar su propio camino. Aun así, la decisión del presidente Joseph Biden de rendirle honor a la promesa de su predecesor, Donald Trump, y retirar las restantes 2.500 tropas desplegadas allí llegó de forma abrupta y sin demasiada explicación para el momento. Además, el repentino resurgir de los talibanes (de alguna manera, agobiando a los 300.000 militares afganos, a pesar de contar solo con un cuarto de sus soldados) auguró un resultado que podría ser menos feliz que el que le deparó a nuestro intérprete cuando fue abandonado por los estadounidenses hace 11 años.

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    Un soldado estadounidense vigila la entrada del aeropuerto internacional Hamid Karzai y les ordena sentarse a dos mujeres frente a él mientras los soldados intentan controlar a las multitudes de miles desesperados por ingresar al aeropuerto para ser evacuados. 

    Fotografía de Juan Carlos

    El Gobierno de Biden no debería haberse sorprendido ante la rendición veloz de las fuerzas armadas afganas frente a los talibanes. Si algún patrón ha persistido en las últimas dos décadas, ha sido este: los líderes políticos estadounidenses elogiaban las crecientes capacidades de las fuerzas de seguridad afganas y luego se quedaban mudos cuando se les pedía que establecieran una fecha precisa para el final de la presencia estadounidense. La realidad siempre había socavado la ardua búsqueda de una fuerza militar afgana autosuficiente: los entrenadores militares occidentales no viven allí, pero los soldados afganos sí... y también los talibanes. Lo escuché una y otra vez en mis viajes; me lo dijeron agricultores e imames, y los talibanes también: el tiempo estaba de su lado. Se recluirían todo el tiempo que fuera necesario hasta que, en última instancia, un presidente estadounidense decidiera que la percepción de estar varados en una guerra eterna era inaceptable a nivel político. En paralelo, los talibanes no le responden a ningún electorado.

    En dirección opuesta a la decisión de retirarse de Afganistán estaban los muchos avances que el país ha hecho durante los 20 años que los talibanes estuvieron más o menos controlados. Se llevaron a cabo elecciones democráticas en las provincias, un logro emocionante a pesar de la increíble resistencia, como cuando una mujer en la provincia de Paktika que se postulaba por un lugar en el Parlamento me dijo que dudaba de sus posibilidades dado que un grupo de hombres estaban yendo puerta por puerta y confiscando las tarjetas de votación de las mujeres. (Cuando le pregunté a Karzai por el tema en 2005, señaló "No sabes lo que significa que una mujer de Paktika pueda postularse para el Parlamento. ¡Es un progreso enorme!"). Comenzaron a abrirse escuelas, luego de que los talibanes prohibieran la educación de las mujeres. La eliminación de los campos de amapolas que ayudaron a financiar a los talibanes progresaba muy lento, al menos en algunas provincias.

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    Una estudiante de 15 años levanta la mano en clase en la secundaria Zarghona en julio. La escuela de mujeres es la más grande en Kabul, con 8.500 estudiantes mujeres. Los afganos temen que los talibanes vuelvan a prohibir la educación, el trabajo y la vida pública de niñas y mujeres.

    Fotografía de Paula Bronstein, Getty Images
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    Los soldados talibanes patrullan las calles de Kandahar, una ciudad de especial importancia para los militantes. Mullah Omar, fundador de los talibanes, nació cerca de la ciudad y, cuando las fuerzas controlaron el país, reinó Afganistán desde Kandahar. 

    Fotografía de Juan Carlos

    En todo esto, la generosidad estadounidense jugó un papel importante. En 2010, me encontré con una cantidad de proyectos económicos subsidiados por Occidente que me dejaron perplejo. Solo en la provincia de Nangarhar, había una planta textil hidroeléctrica, nuevos puentes, y canales y represas de irrigación, una cooperativa de tejido de mujeres, una fábrica de papas fritas de paquete, una planta procesadora de miel, una instalación para procesar jamón y un gran mercado de productos en la ciudad de Jalalabad. No obstante, me desconcertó lo que el director del mercado me contó: "Este país sigue en guerra. No podemos quedarnos solos. Si un país ha estado en guerra durante 30 años, su reconstrucción podría demorar unos 80 años".

    "¿Ochenta años para la reconstrucción?", pensé. El comentario del director coincidía con un sentimiento que escucharía unas semanas después, pero del comandante estadounidense de la base militar en Marjah, un pueblo en la provincia peligrosa de Helmand en la frontera sur del país que limita con Pakistán. Este funcionario, con contagiosa beligerancia, explicaba el papel beneficioso de Estados Unidos en Afganistán, y enunciaba numerosos programas que él imaginaba para los lugareños: "¿por qué no montar una granja en forma de cooperativa? Así, podrían vender los huevos aquí en Marjah. En vez de solo suministrar algodón, ¿por qué no hacemos el hilado aquí en Marjah? ¿O un laboratorio que emplee a 30 personas?".

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    Los defensores talibanes se reúnen fuera del aeropuerto de Kandahar, adyacente a una base militar en expansión. El aeropuerto solía contar con la pista de aterrizaje única más concurrida del mundo como resultado de las operaciones militares de Estados Unidos en la región.

    Fotografía de Juan Carlos
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    Estas personas se suben a un avión enviado por el Gobierno español para evacuar a sus ciudadanos de Kabul el 18 de agosto. La nave se dirigió a Dubái, donde la esperaba otro avión para continuar la evacuación.

    Fotografía de vía Europa Press, Associated Press

    En ese momento, pensé que nunca se habían realizado inversiones de ese estilo en las comunidades estadounidenses golpeadas por la violencia. ¿Podrían quienes pagan los impuestos en Estados Unidos sostener eso en Afganistán? ¿Durante 80 años? La pregunta se responde sola.

    Pero, más difícil de responder, al menos para mí, es si la democracia puede sostenerse en un país que cuenta con siglos de estructuras tribales. El impulso del Gobierno de George W. Bush, que envío a las tropas militares estadounidenses a Afganistán un mes después de los ataques del 11 de septiembre, fue para considerar esa pregunta desde la ofensiva. Y, tal vez, así lo es en lo respecta a los afganos (por supuesto, que incluyo en este grupo a las mujeres y niñas que soportaron la barbarie del régimen talibán) que merecen la oportunidad de la autonomía, como todos los demás.

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    Cientos de personas corren al lado del U.S. Air Force C-17 mientras carretea por la pista del aeropuerto de Kabul el 16 de agosto. Algunos se aferran al jet mientras despega y saltan hacia su muerte.

    Fotografía de Associated Press

    Sin embargo, lo que las personas merecen y si están dispuestas a pagar el precio de eso que merecen, son dos cosas distintas por completo. Para Estados Unidos, el precio de la democracia fue una revolución contra la monarquía británica seguida de una guerra civil y más de un siglo de luchas constantes por justicia social. Como las fuerzas armadas afganas se esfumaron, hoy la posibilidad de una rebelión contra los talibanes parece asemejarse a un pacto suicida.

    ¿Estados Unidos debería haberse quedado y pagar el precio? ¿Era la presencia indefinida de unas 2.500 tropas estadounidenses para proteger a la nación de los terroristas una inversión tan irracional? ¿Mucho más irracional que la presencia continua de las fuerzas estadounidenses en Iraq o en Corea del Sur?

    Pero como ha señalado Biden, ya no estamos en el 2001. "Hoy, la amenaza terrorista tiene metástasis más allá de Afganistán", señaló en una conferencia de prensa en la Casa Blanca para explicar el retiro acelerado de las tropas. Los terroristas islamistas ya no ven a Afganistán como su único refugio seguro. Como descubrí mientras trabajaba para National Geographic en Nigeria a finales de 2018, los grupos extremistas violentos se han refugiado y fortalecido en cada uno de los países vecinos de Nigeria. Libia, Algeria, Malí y Chad. Dichos grupos terroristas se han propagado por todo Oriente Medio y el sur de Asia.

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    Un soldado afgano patrulla un área montañosa cerca de Kandahar los días previos a la toma del poder de los talibanes.

    Fotografía de Juan Carlos

    Desde una perspectiva de seguridad estadounidense, parecería difícil justificar la presencia continua en Afganistán. No obstante, desde el punto de vista humanitario, el espectáculo de los intérpretes afganos y otros que asistieron a los estadounidenses y ahora están varados luego de que las fuerzas talibanas se zambulleran en el poder es imposible de ver. ¿Está mejor Afganistán hoy de lo que estaba antes del 7 de octubre de 2001 cuando comenzaron las operaciones estadounidenses en Kabul y Kandahar?

    La respuesta casi certera es sí; aunque eso que ha ganado podría verse opacado si las armas estadounidenses terminan en manos de los talibanes. Y aún si no fuera así, los aportes positivos estadounidenses a las vidas de los afganos se sentirán, sin duda, menos tangibles con el tiempo y, en última instancia, muchos los olvidarán. Los talibanes lo saben. Nunca se fueron porque sabían que, algún día, lo haríamos nosotros.

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