Afganistán: los jóvenes toman la iniciativa ante la crisis humanitaria
Latifa, de 55 años, permanece sentada del lado de afuera de la casa improvisada de su familia, mientras sus nietos miran a través de una ventana. Se mudaron al barrio Qala-i Wahed de Kabul cuando fueron desplazados de su provincia natal de Parwan, al norte de la ciudad capital. El año pasado, el techo de plástico se derrumbó después de una fuerte nevada.
Kandahar, Afganistán. Navid Amini siempre supo que quería estudiar medicina. Pero un día del pasado enero, el joven de 24 años se dio cuenta de que brindar atención médica podría no ser suficiente.
Las personas que acudían al hospital público donde trabaja como médico residente no sólo estaban enfermas, sino que eran pobres, estaban hambrientas y desesperadas por recibir ayuda.
Una paciente, una viuda con cinco hijos, rogó a Amini y al jefe médico por dinero, medicinas y comida. El joven doctor quiso meter la mano en el bolsillo y darle algo de dinero a la mujer. Pero entonces, ¿qué pasaría con el siguiente paciente y el siguiente?
Esa noche, Amini se quedó sin dormir en la cama, abrumado por la idea de cuántas otras familias afganas necesitaban ayuda. “Estaba tratando de recordar un momento en que los afganos hayan sido realmente felices y no se me ocurría ninguno”, reflexiona.
Afganistán está sufriendo una crisis humanitaria de proporciones desastrosas. Las tres cuartas partes del gasto público del país eran financiadas por la ayuda exterior.
Cuando Estados Unidos se retiró y los talibanes tomaron el control en agosto de 2021, se cortó esa ayuda. Ahora, casi nueve millones de personas enfrentan una emergencia de inseguridad alimentaria, según la clasificación del Programa Mundial de Alimentos.
Latifa cocina lentejas sobre una fogata en la tienda que sirve como cocina y ducha de su familia. Con el aumento de los precios, muchas familias no pueden pagar los alimentos básicos.
Un bebé de dos meses se acuesta cerca de la única fuente de calor en la casa de su familia, en el barrio de Qala-i Wahed de Kabul.
Navid Amini, estudiante de medicina y trabajador humanitario, examina una radiografía de uno de los 45 niños menores de cinco años hospitalizados por desnutrición en el Hospital Mirwais, en la ciudad sureña de Kandahar. Amini distribuye comidas a pacientes necesitados como parte de su trabajo para LEARN Afganistán, una ONG de educación local que se expandió para brindar ayuda de emergencia después de la toma del poder por los talibanes.
Navid Amini (de pie) y su amigo Shabir Zahid (de espaldas) empacan contenedores de estofado de pollo, pan y fruta en bolsas de plástico en un patio de Kandahar. Mohammad Kabir Hotaki (centro), chef, solía atender banquetes de boda, pero ahora recibe cada vez más pedidos de ONGs que brindan comidas a familias pobres.
La crisis alimentaria en números
Más de un millón de niños menores de cinco años comen tan poco que sufren desnutrición aguda y uno de cada tres adolescentes sufre de anemia, según Unicef.
Más de la mitad de la población, 24 millones de afganos, necesita asistencia humanitaria vital, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
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Aziza, de diez años, besa y consuela a su primo de cinco meses, Ezatullah, quien ha sido hospitalizado por desnutrición aguda en el Hospital Mirwais en Kandahar. “Está enfermo y muy débil”, dice Aziza. “Lo acuno de un lado a otro hasta que se duerme. Soy buena ayudando a los demás”. La mayoría de los días, Aziza va a la escuela por la mañana antes de cuidar a Ezatullah en el hospital, pero hoy tuvo que faltar a clases. La madre del niño trabaja en limpieza para mantener a su familia.
Kamila, de 18 años (izquierda), llevó a Jannat, de seis meses, a una clínica en Kandahar tan pronto como sintió que su hija no se encontraba bien. “En comparación con otros niños de su edad, es muy débil y no intenta gatear”, cuenta Kamila. El médico, Rafiullah Fazli, concluyó que Jannat sufre de desnutrición severa pero que la rápida reacción de su madre le da buenas posibilidades de recuperación.
Kamila y otra madre esperan a que examinen a sus hijos. Todos los niños sufren de desnutrición severa. Kamila y su esposo hacen lo que pueden para comprar harina, aceite y cubrir otras necesidades básicas. Su marido solía ganar 200 afganis al día conduciendo un mototaxi, pero ahora solo gana la mitad.
Mientras la comunidad internacional está tratando de descubrir cómo ayudar al pueblo afgano sin beneficiar a los talibanes, los jóvenes del país, incluido Amini, se dan cuenta de que no pueden permitirse el lujo de esperar a que la ayuda exterior se reanude por completo.
Crecieron durante la ocupación estadounidense, con guerra y penurias, pero también con sueños y promesas de un futuro mejor y más posibilidades en la vida que las que tenían sus padres.
Al ver que el futuro se desmorona, están tomando el asunto en sus propias manos para ayudar a sus comunidades. Algunos distribuyen ropa a familias necesitadas en la provincia norteña de Badakhshan. Otros dan clases clandestinas a niñas que no van a la escuela en Kabul, la capital. Otro grupo opera una panadería de emergencia en la provincia de Bamiyan, en las tierras altas centrales.
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Amini comenzó a hacer trabajo humanitario con LEARN Afganistán, una ONG de educación local que se expandió para brindar ayuda de emergencia a medida que crecía la necesidad en los últimos meses.
Entrega comidas calientes todas las semanas a 50 pacientes en otro hospital público y distribuye paquetes de alimentos vitales por la ciudad cada tres semanas.
Trabajadores en Kandahar descargan 900 sacos de harina de un camión que llegó al almacén del Programa Mundial de Alimentos. La harina, junto con el aceite de girasol, comidas extranutritivas para lactantes y otros productos alimenticios de primera necesidad, se distribuirán en seis provincias del sur y oeste del país.
Durante una mañana soleada de febrero en la sureña ciudad de Kandahar, la segunda más grande del país, Mohammad Kabir Hotaki, de 32 años, observa dos ollas grandes de arroz y estofado de pollo burbujeando sobre una chimenea abierta en el patio trasero de una empresa de alquiler de cubiertos y alfombras para bodas.
Hotaki solía cocinar ocasionalmente para bodas y funerales, pero ahora recibe cada vez más pedidos de ONGs que distribuyen alimentos a personas necesitadas. En este día, sus clientes son Amini y su amigo Shabir Zahid, de 21 años, quienes accedieron al guiso gracias a LEARN Afgnaistán.
Esta organización comenzó hace tres años, desarrollando herramientas digitales para el aprendizaje en el hogar, pero desde septiembre también comenzó a distribuir comidas y alimentos.
Ahora, dirigida por 15 empleados y numerosos voluntarios, el trabajo de la organización se financia con contribuciones de empresarios locales y una campaña de GoFundMe donde las donaciones van desde unos pocos dólares hasta varios miles. Hasta el momento, han recaudado más de 100.000 dólares.
Varias de las mujeres que reciben donaciones de alimentos de LEARN Afganistán son viudas. Las mujeres de Kandahar no suelen trabajar solas fuera de casa, por lo que muchas viudas tienen dificultades para mantener a sus hijos. Bibi Ayesha, de 30 años (no aparece en la foto), dice que tiene a su hija en casa la mayor parte del tiempo. “No la dejo salir, porque si se enferma no puedo pagar el tratamiento”.
Zahid, un antiguo estudiante de política y economía, nunca imaginó convertirse en un trabajador humanitario. En cambio, aspiraba a unirse al ejército afgano, hasta que éste colapsó el verano pasado.
Después de que los talibanes tomaran el control de Kandahar, pasó la mayor parte de los días en casa ayudando en las tareas del hogar o jugando fútbol hasta que unos amigos que trabajaban para LEARN le pidieron que se uniera como voluntario.
“Tenía la esperanza de servir al país y a la nación, pero estar en el ejército no es la única manera de ayudar a la gente”, asegura, mientras empaca recipientes de estofado, pan fresco y fruta en bolsas de plástico.
Amini y Zahid llevan la comida al Hospital Mirwais, donde Mohammad Sadiq, de 50 años, espera con una lista de los pacientes que más necesitan una donación de comida.
Muchos de ellos están en las salas para niños desnutridos, donde dos o tres bebés comparten cada cama. En una sala, Aziza, de 10 años, consuela y besa a su primo de cinco meses. La madre del niño tiene que trabajar todos los días para mantener a la familia.
Por mucho que Sadiq aprecie estos esfuerzos para satisfacer las necesidades inmediatas, el médico se preocupa por el futuro. Antes de que colapsara el gobierno anterior, gran parte del sector de la salud estaba financiado por la ayuda internacional para el desarrollo.
Nabi, de dos años, le da un beso a su madre Mursal, de 21 años. Ella está embarazada y su esposo, Sharif, ha tenido dificultades para encontrar trabajo desde que colapsó el gobierno anterior.
La familia que formaron Mursal y Sharif ha estado subsistiendo con papas, pan y arroz. Para un almuerzo reciente, Mursal agregó pasta de tomate a las papas.
“La ayuda por sí sola no es una solución sostenible; debe estar en combinación con el desarrollo”, dice Sadiq, quien ha trabajado en el hospital durante 18 años.
“Si me das un paquete de alimentos, comeré durante un mes”, analiza, y agrega: “Después de eso, vuelvo a tener hambre. Es mejor que me den 10 gallinas para comer sus huevos y vender el resto en el mercado”.
Aunque Zahid se complace en hacer algo bueno, no planea ser un trabajador humanitario para siempre. Su padre y un hermano mayor, ambos soldados, murieron en la guerra, dejando a Zahid a cargo de su familia. Está pensando dejar el país para buscar trabajo en el extranjero.
“Será una decisión difícil irme”, reflexiona. “Pero si la situación no mejora, es posible que tenga que hacerlo”.
En las afueras del sur de Kandahar, mujeres cubiertas con burkas blanqueadas por el sol, cargan a sus niños en sus brazos mientras esperan afuera de un pequeño centro de salud.
En el interior, Rafiullah Fazli, médico y director de la clínica, señala un gráfico en la pared. Hace un año, la clínica recibía alrededor de 500 pacientes al mes. Ahora el número ascendió a 1.500.
El 80% de los pacientes están desnutridos o sufren de otras condiciones relacionadas con la pobreza, reconoce. Hace un año, era del 50%.
Mirdil Rahmati, propietario de varias panaderías en Kabul, distribuye pan gratis a quienes se reúnen frente a su panadería en el barrio de Khair Khana.
“Esta situación es muy peligrosa. No solo los niños sino también los adultos están desnutridos y los medicamentos son cada vez más caros. Está empeorando día a día”, advierte Fazli, de 28 años.
Hace tres meses que ni él ni su personal reciben sus salarios e incluso han dejado de tomar descansos para almorzar para poder tener tiempo para más pacientes.
“Todos estamos exhaustos”, afirma Arzo Hotak, de 23 años, quien aconseja a las madres de niños pequeños desnutridos qué darles de comer y cómo.
Estudió obstetricia, porque sus padres pensaron que sería el mejor camino para conseguir un trabajo como mujer en el sur de Afganistán, profundamente conservador. Hotak, sin embargo, siempre quiso convertirse en diplomática en Washington DC.
“Con esta situación, en realidad, este trabajo me permite ayudar más a la gente”, cuenta.
Aun así, se aferra a su sueño a pesar de la resistencia de los talibanes a que las mujeres trabajen. Cada mañana a las seis estudia ciencias políticas en una universidad privada antes de abrir la clínica a las 8:30 am.
La pobreza crece incluso en la capital, donde tradicionalmente ha sido numerosa la clase media.
Una mañana temprano, dos amigas se dirigen a un gran mercado en Kabul donde se venden lentejas y granos en sacos abiertos.
La joven de 24 años y su amiga de 19 están allí para comprar alimentos para una de las 55 familias que mantienen a través de una red secreta. (No las nombraremos por cuestiones de seguridad).
La mayoría de las personas a las que ayuda la red trabajaban para el gobierno anterior y perdieron sus ingresos cuando los talibanes tomaron el poder. Muchas son mujeres que ya no son bienvenidas en sus profesiones, como policías y fiscales. Tienen dificultades económicas y viven en la clandestinidad.
Naqibullah, miembro de los talibanes, discute con las mujeres que han estado esperando en fila para recibir donaciones de alimentos desde las primeras horas de la mañana en Maidan Shahr, la capital de la provincia de Wardak, en el centro de Afganistán. El Programa Mundial de Alimentos distribuye 600 paquetes de alimentos a quienes se han registrado previamente. Sin embargo, muchas personas sin tarjetas de registro piden ayuda.
Sultan Mohammad Sedaqat, de 35 años, levanta su arma para dispersar a las mujeres que se habían reunido alrededor de los paquetes de alimentos del Programa Mundial de Alimentos en una distribución de ayuda en Maidan Shahr. Los combatientes talibanes locales como Sedaqat se ofrecieron como voluntarios para asegurar la distribución. Las tensiones aumentaron cuando las personas que no se habían registrado previamente para una donación rompieron el sistema de filas y se reunieron alrededor de algunos de los paquetes de alimentos.
Otros beneficiarios son personas a las que las dos amigas simplemente deciden ayudar, como el taxista de 75 años con tos que las llevó por la ciudad. Cuando supieron que no tenía calefacción en su casa, le pidieron que fuera directo a un mercado donde le compraron una estufa y algo de leña.
El supervisor de las jóvenes bromea diciendo que su propio dinero no está seguro con ellas, porque dan efectivo a todos los que van conociendo.
Pero dicen que también están tratando de ayudarse a sí mismas.
“Este es un momento en nuestro país en el que todos se sienten heridos, todos se sienten desesperanzados”, lamenta el joven de 24 años, que era estudiante antes del regreso de los talibanes al poder.
Trabajar y dedicar su tiempo a los demás las mantiene demasiado ocupadas como para pensar en lo que han perdido, explica el joven de 19 años.
“Ojalá pudiera trabajar de noche también”, expresa. “No quiero tener tiempo libre para pensar en el futuro”.
Los hombres que esperan en la fila para recibir ayuda en Maidan Shahr dicen que no pueden encontrar trabajo. Incluso algunos empleados del Programa Mundial de Alimentos afirman que tienen dificultades para alimentar a sus familias.
Nanna Muus Steffensen, periodista y fotógrafa danesa, vive en Kabul y ha realizado coberturas sobre Afganistán desde 2017.
Kiana Hayeri, una fotógrafa iraní-canadiense, ha trabajado en Afganistán desde 2013. También te puede interesar otro de sus trabajos recientes sobre Afganistán.